Paz.
Eso era lo que Erik buscaba en ese momento, en su hogar bajo la Ópera, donde ninguno de esos insufribles humanos a los que erróneamente llamaban personas podían aturdirlo con sus gritos, sus canciones, sus corridas, sus preparaciones.
Al fin, paz.
Se dirigió a su biblioteca y pasó los dedos por los lomos de los viejos volúmenes de libros que había hecho traer de su casa en Boscherville. Le gustaba sentir la textura del cuero bajo su piel, siempre le había gustado. Era una de las pocas cosas en la que Madeleine siempre se había mostrado generosa; ningún libro nunca le había sido negado, ni siquiera de niño. Se detuvo en un libro al azar y lo separó del montón, para luego fruncir el ceño. Dickens.
No, ese día no.
Suspirando, volvió a guardar el ejemplar. Tal vez debería tocar algo. Algo distinto, algo que no estuviera relacionado con el sobresalto que se vivía arriba, y del cual los benditos muros del Palacio Garnier lo separaban; muchas gracias por eso.
Sonrió mientras se dirigía a su habitación en busca de más hojas pentagramadas, pluma y tinta. Ese día no iba a trabajar en su Don Juan; se tomaría un pequeño recreo y crearía algo nuevo. Hace mucho que no componía otra cosa que no fuese la ópera.
Sí, ese era un buen plan para esa noche; después de todo, no tenía nada mejor que hacer. Trabajaría y trabajaría en su música hasta que sus dedos o su mente no respondieran, y luego seguramente se dedicaría a la lectura de algún libro—que no fuera Dickens.
En paz.
Mientras acomodaba las hojas frente al órgano, sintió ruido a sus espaldas. Se detuvo, reprimiendo una maldición, y aún sin voltearse dijo:
—Debes tener una muy buena explicación, Daroga, para venir a molestarme en este momento.
El hombre detrás de él se inclinó de hombros, y se sentó en la mesa que había en el lugar. Se sacó la bufanda y la dejó a su lado.
—Es Nochebuena.
—Sigo esperando la explicación—masculló Erik, dándose vuelta esta vez para mirar a su nuevo huésped.
—Hay muy pocas cosas para festejar en estos últimos días. No creo que se deba perder la oportunidad, si esta se da.
—Un musulmán y un agnóstico celebrando Navidad—replicó Erik con ironía, pero al ver que no iba a ganar nada, se sentó también—. ¿Qué puede resultar de eso?
—Ya, Erik, no seas tan amargado. ¿No vas a invitarme algo para beber?
—No. Si lo hago, no podré librarme nunca de ti.
—Que anfitrión más desconsiderado. Había traído...
Erik se puso de pie rápidamente, mirando con recelo el paquete envuelto que el Persa sacaba de su bolsa.
—Como eso sea pan de Navidad, Daroga, puedes irte retirando de mi hogar.
—¿Acaso no te gusta?
La verdad era, que Erik amaba el pan de Navidad. Hasta hace unos días atrás.
De niño, Erik recordaba a su madre preparándolo en la cocina, uno de los pocos signos que anunciaban la fecha. Eso y la misa que el Padre celebraba ese día en su casa; pero nada más. Era una de las pocas cosas que Erik comía sin hacer renegar a su madre, una de las pocas cosas que le gustaban realmente.
Por eso, cuando hacía dos semanas había descubierto en la cocina de la Ópera una gran producción de panes de Navidad, para el baile que los directores habrían de celebrar el veinticuatro de diciembre, se había entusiasmado como un niño y había comenzado a vigilar constantemente la cocina.