(Un final alternativo de la película de 2004, se desarrolla durante la escena de Don Juan Triunfante)
Christine estaba temblando.
Con la vista fija en el escenario, la soprano no podía contener los nervios por lo que estaba a punto de hacer. No estaba segura de cómo lo haría, ni qué sucedería, ni cómo terminaría. Pero sí estaba segura de una cosa:
Él vendría.
Por supuesto que asistiría; era su ópera, después de todo. Mientras escuchaba a la orquesta tocar, Christine no pudo evitar pensar en que distaba mucho de ser una ópera. No, era algo más. Las notas se sucedían, veloces, creando una melodía que hasta ese momento la chica no había escuchado.
Christine tomó aire cuando vio que Piangi salía de escena; era su turno. Con el corazón en la garganta, se alisó el vestido y salió al escenario. Comenzó a cantar, y notó que su voz parecía mucho más segura de lo que había temido. Dio un rápido vistazo al teatro, buscándolo, intentando saber dónde se encontraba.
Mientras se arrodillaba en el escenario, cómo lo habían ensayado, Christine sintió un nudo en el estómago al contemplar la posibilidad de que, tal vez, el fantasma no asistiría. Era inteligente, y no tardaría demasiado en atar cabos; supondría que le estaban tendiendo una trampa. Bastaba ver la cantidad de gendarmes apostados en toda la Ópera. Sin embargo, descubrió que no era el miedo a que su plan no funcionara lo que la inquietaba, sino un tipo de desilusión. Comprendió, sintiéndose algo infantil y tonta, que quería que su maestro viera cuando había mejorado, que era capaz de cantar la ópera que había escrito, que estaba a la altura. Quería que se sintiese orgulloso de ella.
La chica intentó alejar esos pensamientos; eran peligrosos si querían que su estrategia funcionara. Era él el que la había forzado a tomar un papel que no quería. Era él quien la había acorralado como una presa para que cantase cuando para su música. Era él quien la había dejado sin opciones.
Y debía odiarlo por eso.
Christine sintió unos pasos en el escenario, y supuso que Piangi había vuelto a hacer su entrada. Respiró con profundidad, y agarró una de las rosas de utilería en un intento de que sus manos dejasen de temblar. Sus oídos parecían zumbar, y ella se obligó a permanecer en calma.
You have come here
In pursuit of your deepest urge...
Todo el cuerpo de Christine pareció volverse de piedra; reconoció esa voz, profunda y musical, y supo al instante que no podía pertenecer a Piangi. No podía pertenecer a nadie más que a él. Volteó a donde el recién llegado se encontraba, y este se llevó un dedo a los labios, en un gesto de silencio. Ella sabía que ese gesto tenía un doble sentido; no quería que la chica dijera quien era en realidad. Como si no fuera obvio que alguien más estaba usurpando el lugar de Ubaldo Piangi.
Por un segundo, Christine cerró los ojos y se permitió perderse en esa voz que tanta veces había oído en sus sueños. En esa voz qué, a lo largo de los años, le había dado los buenos días, que la había consolado cuando estaba triste y animado a dar lo mejor de ella. Esa voz que se había convertido en el motivo por el que la chica se levantaba de la cama todas las mañanas, y que había hecho que su canción tomara vuelo.
La voz de su Ángel de la Música.
Consciente de que sucumbir a ese trance podía ser peligroso, Christine se puso de pie, todavía sin poder creer que su maestro había decidido tomar el lugar de Piangi en la ópera. Ella siempre había creído que el hecho de estar frente a esa cantidad de personas le podría poner nervioso, pero si lo estaba, Christine no podía decirlo; el modo en que se movía en el escenario, hacia ella, parecía completamente natural.