uno。

498 43 86
                                    

Temblabas. Bajo la mesa, tus dedos pequeñitos se removían inquietos, tocando y jugando con la tela del mantel.

Dirigiste una mirada fugaz al reloj del comedor. Luego otra. Pronto tu pierna comenzó a temblar también, balanceándose de arriba abajo en la silla. Lo intentaste contener.

Era una mezcla en tu interior. Era nerviosismo, como también era desasosiego, ansiedad, inquietud, excitación, histerismo, intranquilidad, desazón, preocupación. Pero sobretodo era euforia.

Porque hoy era el día. O la noche, más bien.

Un plato humeante se posó ante ti. Escalope de ternera y patatas fritas recubiertas de una salsa espesa. Parecía delicioso, pero tu estómago estaba desafortunadamente bloqueado por una gran piedra de inquietud. Querías acabar cuanto antes, pero no te veías capaz de pasar por ello. Tu nerviosismo era demasiado.

La mujer que te había servido el plato, quien se sentó a tu derecha en aquella mesa alargada, no lo notó. Ni tampoco el hombre que entraba a la estancia cruzando el umbral.

Ella era de complexión común. Fina, discreta, de grandes ojos remarcados. Olía a naftalina y a polvos de maquillaje, y movía la mano que sostenía el cuchillo de forma que cortaba el filete con destreza, para luego llevárselo a la boca en un fugaz gesto recatado. Tu madre era como una mujer cualquiera. Guapa como todas, centrada como pocas.

Él en cambio tenía hoy la barba de dos días. Desaliñado y encorvado sobre su silla, estaba claro que su mente aún no había procesado del todo que ya no estaba en su despacho. Hoy parecía un hombre diferente, pero mañana, en cuanto saliera en dirección a la oficina, lo haría con el pelo engominado y vistiendo de impoluta etiqueta. No quedaría ni rastro de su apariencia huraña.

Miraste como ellos ya casi se habían terminado su cena, intercambiando no más que unas breves palabras triviales, preguntas obligatorias. Después bajastes tus ojos hacia tu plato, enfriándose con varios trazos de tenedor sobre la salsa. Tu estómago retumbó, como negándose, demasiado ocupado digiriendo tu inquietud.

Otra mirada al reloj.

Cometiste el error de volver a mirar a tu madre luego. Ella miró de vuelta. Al instante, pinchaste un cacho que distraídamente habías cortado del escalope, fingiendo que comías con naturalidad. A pesar de que te lo llevaste a la boca, lo masticaste y te lo tragaste (con desgana), la pregunta de tu madre llegó de todas formas.

—Cariño —dijo—. ¿Qué pasa, no comes?

Sentiste el foco de atención fijarse en ti. Hasta tu padre pareció salir levemente del trance para mirarte de solsayo. Tenías las mejillas cogiendo poco a poco color de la vergüenza.

Bajaste la mirada incapaz incapaz de responder. Tu plato seguía ahí, afectado, como prueba de tu poco apetito. No podrías comértelo y menos ahora que sentías la presión sobre tu cabeza. Miraste al reloj. Casi las ocho menos cuarto.

La expresión de la mujer se agravaba por momentos. Sus cejas perfiladas se juntaron, formando arrugas en el ceño.

Pensabas a toda velocidad, trazando la mejor ruta para salir de aquella situación. No querías añadir el sentimiento de incomodidad a la mezcla de sensaciones explosivas, pero francamente ya no tenías tiempo para seguir allí. Soltaste el aire por la nariz, tragaste saliva. Solo se te ocurrió una forma. El reloj ya marcaba las ocho menos diez.

Las cejas de tu madre se enarcaron. Esperaban una respuesta.

—¿Cariño?

—Yo no —dudaste— me encuentro muy bien.

Unos Y Ceros 🌙BEN Drowned Donde viven las historias. Descúbrelo ahora