-Castigado, sin cenar.
Sus padres habían visto las noticias en la televisión, Jake estaba seguro. Las cejas de su padre se habían arrugado tanto que parecían una única y espesa línea de carboncillo, y eso solo pasaba cuando estaba muy, muy enfadado.
Su padre atravesó con unos pesados pasos la cocina, llegando a la pequeña sala que hacía de salón, para sentarse de una manera muy recta en el bonito sillón de flores estampadas. Desde allí, clavó su mirada en Jake, y este se asustó tanto que su corazón quiso saltar con pértiga para huir de su cuerpo y salir pitando de aquella salita.
-Todavía no entiendo cómo has sido capaz-susurró su madre, quien seguía en frente suya, y Jake pestañeó varias veces.
Siempre se asombraba al oír hablar a su madre, como si siempre fuese la primera vez que la escuchaba. Muchas veces Jake no podía evitar pensar que su madre era todo lo contrario a su padre: tan clara y transparente que su presencia era aire, sus pisadas no sonaban más que el sonido del polvo al posarse en un mueble.
-Yo sí lo entiendo. Este niño malcriado lee demasiados cuentos. Tiene la cabeza llena de pájaros e ideas completamente sin sentido. Cerdos voladores-la peligrosa voz de barítono de su padre fue bajando de volumen, hasta que la última frase que dijo apenas la había mascullado.
Sin embargo, esas palabras llegaron hasta Jake y le aprisionaron en su sitio.
"Si mi cabeza está llena de pájaros", pensó Jake, paralizado, "ya entiendo por qué mis cerdos vuelan".
En ese momento, su padre encendió unos de esos tubos blancos y amarillos que olían tan mal, y ese olor no tardó en chocar contra la nariz de Jake, quien, con un gesto reflejo, la arrugó.
El humo empezó a inundar toda la planta baja de aquella modesta casita al sur de Canterbury, y pronto se convirtió en todo un protagonista. Se enroscaba por el cuerpo de su padre, pareciendo una extraña armadura inservible, y subía por su rostro hasta acabar en su coronilla, con una curiosa forma circular que se posaba sobre su oscuro cabello. A Jake le recordaba a una corona, una corona de humo gris oscuro y maloliente. El humo llegó hasta su madre, se enroscó a sus tobillos y llegó hasta sus rodillas y sus caderas, como enredaderas invisibles nacidas del suelo, y no subió más. Y Jake pensó unos fugaces momentos que eso había sido siempre su madre: una fantasmal mujer creada de aquel humo.
Entonces, con uno de sus últimos empujes, el humo llegó hasta Jake, rozándole la punta de las zapatillas. Dio un paso hacia atrás, liberándose, y el humo se extinguió en esa frontera.
-Vete a la cama. Ahora-ordenó su padre, quien ya solo parecía hecho de sombras grises. Lo único que Jake podía ver de él eran sus ojos, dos ascuas negras que parecían a punto de arder en un terrible incendio silencioso.
Jake subió los escalones de dos en dos y, una vez dentro, cerró la puerta de su habitación con cuidado, aunque le hubiera gustado dar un portazo. Porque su corazón todavía quería abandonarle, y él tenía miedo.
-Quédate conmigo - susurró, poniéndose las manos en el pecho, hasta que consiguió calmarse. Entonces fue cuando Jake se dio cuenta de que también estaba algo enfadado.
Corrió hasta su mesa y vio aliviado que el cuaderno estaba donde lo había dejado. Acarició sus tapas con cariño. Allí era donde había dibujado aquellos cerdos. Donde pensaba dibujar muchas más cosas.
"No es solo mi culpa", pensó muy seguro, "solo yo no podría haberlo hecho".
Jake sintió que el sueño le llamaba, y bostezó. Algo más tarde ya estaba profundamente dormido en su cama.
Aquella noche, su madre subió las escaleras y se dirigió a la habitación de su hijo por primera vez en mucho tiempo. Ella sabía que su hijo había utilizado aquel cuaderno para hacer esas cosas tan disparatadas. Y no estaba dispuesta a que su cómoda y conformista vida con su marido se acabase por cosas como esas. Su hijo iba a parar. Por las buenas o por las malas.
Se dirigió en silencio hacia donde estaba el cuaderno, y se dispuso a cogerlo. Pero no se movió nada, ni un mísero milímetro. Parecía pegado a la mesa, pero no había rastros de pegamento o de cualquier adhesivo. La madre tiró con fuerza, con más fuerza, con mucha más fuerza, con rabia, desesperada: no se movió ninguna de las veces. Entonces intentó despegarlo con ingenio; cogió una de las tijeras de su hijo e hizo un hueco entre las tapas y la madera. Las tijeras cabían por ese hueco, sí, pero el cuaderno no se levantó. La madre tiró de sus pelos: ¡no podía ser! Lo había intentado todo. Entonces una idea maligna brotó en su mente. De su delantal sacó una cajita y la abrió, extrayendo de ella un pequeño palo, alargado, rojo e hinchado en un extremo. Iba a deshacerse del cuaderno a cualquier precio.
Encendió la cerilla y la acercó al cuaderno. El fuego rozó las tapas y por un segundo, la madre sonrió ampliamente.
Después, el fuego, repelido por alguna presencia invisible, remitió. La madre se mordió la lengua con fuerza para no gritar. Lo siguió intentando, pero siempre pasaba lo mismo. Entonces llegó un momento en el que solo quedaba una cerilla, que al iluminarse se reflejó en los ojos de la madre de una manera siniestra. Y ella, con todas sus fuerzas, la apretó contra las tapas del cuaderno. Y el fuego, lejos de desaparecer, avanzó, pero retrocediendo, y la madre se quemó sus dedos. Entonces desistió. Miró a su hijo con gesto irritado, saliendo de la habitación, y decidió que al día siguiente le obligaría a que le entregase el cuaderno. O a que lo quemase él.
Pero Jake se despertó en la madrugada, mucho antes que la mayoría de los vecinos de Canterbury, mucho antes que sus padres. Se vistió, hizo una maleta improvisada, cogió sus pocos ahorros y el cuaderno y salió tranquilamente de la casa. Anduvo hasta llegar al metro, observando a algunos cerdos tan madrugadores como él que parecían acompañarle desde las alturas, y ya dentro de la estación preguntó cuáles líneas había que coger para ir a Londres. Una vez en el asiento, se permitió pensar sobre lo que estaba haciendo.
"Mis padres nunca me han querido. Tengo que encontrar a la chica que pinta mis dibujos".
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La tinta de lo (Im)Posible #Wattys2016
Short StoryUn día, los cerdos comenzaron a volar. No había quien los parase. La gente miraba hacia el cielo con gesto consternado, ya que estos animales, tras aguantar siglos y milenios de burla, por fin podían ser ellos los que riesen desde arriba. Y en las c...