Sus pies flotaban, siempre lo habían hecho. Pero nadie excepto ella se daba cuenta.
No era flotar en sí, sino la sensación de hacerlo, de notar ingravidez a tu alrededor.
Había gente que lo podía percibir, aunque sin llegar a entenderlo. Y ese era uno de los grandes problemas de Calíope, ya que esa gente se empeñaba envidiosamente en buscarle algún sitio en su mundo, algo para que su existencia cobrase un sentido que ellos pudieran comprender.
El tono de llamada de su teléfono móvil sonó, alejando sus pensamientos, pero no lo quiso coger. Unos segundos más tarde el teléfono vibró, y Calíope lo encendió para ver un mensaje en la pantalla:
"¿Qué andas haciendo, hija? ¿Qué tal vas con la Universidad? Ya sabes que tu tío y yo esperamos lo mejor de ti".
Parecía simple preocupación, pero Calíope notó algo desesperada como otro lazo aparecía alrededor de su cintura y la sujetaba al suelo con más fuerza.
"Es ridículo", pensó entonces, "que alguien pueda decirte cómo has de ser, y más estando a tanta distancia".
Calíope no contestó al mensaje. Procuraba no escucharles, y de momento todo iba mejor que antes. Aquella palabra, hija, era una palabra vacía para ella. Porque sus tíos eran de todo menos sus padres, nunca lo habían sido.
Cuando era pequeña se había quedado sola. Y sus tíos, aquellos que nunca antes había conocido, de repente se mostraron muy preocupados por ella, sobre todo después de enterarse de que el centro donde estudiaba la había recomendado para estudiar en otros cursos más avanzados.
Pero toda la falsedad de sus tíos nunca le había importado a Calíope, hasta que llegó a esa fase de su vida en la que tuvo que elegir. Si estudiaba Derecho era porque tenía que hacerlo, no la quedaba otra opción estando tan sujeta como estaba.
Se sentía como un frágil globo que quería subir más y más, todos sus deseos eran que un fuerte viento se levantase, que a aquel niño se le escapase la cuerda de entre los dedos. Pero el niño se aferraba, y Calíope seguía soñando.
Deseaba, deseaba... "La libertad por encima de todo".
Y cada vez rogaba con más fuerza al viento, desde que sabía que las leyes poco tenían que ver con sus intereses. Ella ansiaba dedicarse por completo al papel y la tinta, a soplar sobre las hojas aquellas palabras que eran parte de su alma.
Aquel cuaderno siempre la había consolado, desde que pudo notar las miradas de extrañeza de los profesores, desde que supo de la envidia y la falta de comprensión de sus efímeros amigos y compañeros. Allí era donde vertía todos sus sueños dormidos.
Allí despertaban.
De momento habían sido cerdos voladores, pero el mero descubrimiento de todo lo que podía hacer con aquellos dibujos que aparecían en las hojas de su cuaderno la llenaba de una esperanza abrumadora, la hacía ver las posibilidades de ser libre por fin.
Pero cuando creía saber lo que tenía que hacer con aquel don de tinta, ella misma se detenía, sintiendo como la esperanza dejaba de fluir hacia su corazón. Algo faltaba, algo indispensable que debía ayudarla. Y no sabía qué era.
Por eso se dirigía en esos momentos al gigantesco roble que habitaba en la zona más antigua de Richmond Park, porque iba allí siempre que necesitaba pensar y tranquilizarse.
Aquel día tenía una corazonada: ese algo se acercaba, y no sabía si estaba lista.
Apretó muy nerviosa las tapas del cuaderno y el bolígrafo que llevaba en la mano, y observó que en su lugar favorito se habían congregado más personas que de costumbre. Mientras se dirigía al árbol, aquellas personas se fijaron en ella con el ceño fruncido, como siempre, pues había algo alrededor suya, algo en su mirada que era extraño, nada normal. Y aunque Calíope sintió ese recelo tan familiar por parte de las personas, no se detuvo.
Y vio a un niño y a una niña sentados bajo de las ramas protectoras del roble, justo donde ella solía sentarse. Ambos sujetaban dos cuadernos en sus respectivos regazos.
Le pareció uno de tantos sueños que había tenido, y tuvo miedo de romperlo. Pero su cuerpo siguió avanzando, hasta quedar frente a los niños. Ellos sonrieron. La niña sacó algo de su estuche, era una tijera de esas que mandan utilizar en colegio porque son de punta redonda, y se levantó, sin dejar de mirarla.
Entonces, con un gesto rápido y cuidadoso, cortó las cintas que ataban su cintura al suelo.
Calíope pudo respirar mejor, y, al contrario de lo que siempre había pensado, no voló hacia arriba, siguió con los pies en el suelo. Una parte de ella gritaba que levantase la mirada y que se dejase flotar, para por fin poder demostrar al mundo que siempre se había sentido así. Pero decidió quedarse allí, con los pies sobre la mullida hierba.
Porque al fin había llegado ese algo que faltaba. Ahora había llegado al lugar donde debía estar, donde el frenesí de su alma inquieta se calmaba y donde su corazón solitario lucía un aire más cálido.
Junto a esos dos niños.
—Ahora podrás venir con nosotros. Me llamo Anna—la chica sonrió de una manera tierna, muy alegre, guardando sus tijeras.
—Y yo me llamo Jake. Por fin estamos todos juntos—añadió el niño, con una mirada que quería decir muchas cosas, las cuales Calíope entendió.
—Sí, por fin. Yo soy Calíope— en esos momentos se sentía feliz, sentía por primera vez en mucho tiempo una conexión con alguien que no la hacía daño—. Ya no deberíamos tener miedo, ni tristeza, ya no estamos solos. Juntos podemos hacer tanto...—hizo una mueca, dándose cuenta de lo inevitable—Pero tarde o temprano buscarán respuestas, y nos hallarán. Quizás quieran detenernos. Tenemos que adelantarnos a ellos, mostrarles que lo nuevo y diferente no tiene por qué ser malo.
—Eso es muy difícil, son muchas personas, y todas muy diferentes. Puede que a algunas les guste y puede que a otras no—replicó la niña con un mohín y el chico pareció desanimado, incluso triste—. ¿Cómo lo conseguiríamos, si nosotros mismos sabemos que ya no hay límites ni nada que se pueda dar por supuesto? ¿Cómo podríamos ser libres sin quitarles su seguridad?
Calíope meditó. Ella también sabía de sobra lo difícil que era. Pero ya no pensaba rendirse nunca más, estaba decidida a ser fuerte. Y ellos tres tenían que salir adelante, costara lo que costase. Sus sueños verían la luz y la esperanza de una vida nueva se haría realidad.
—Creo que lo sé.
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La tinta de lo (Im)Posible #Wattys2016
Short StoryUn día, los cerdos comenzaron a volar. No había quien los parase. La gente miraba hacia el cielo con gesto consternado, ya que estos animales, tras aguantar siglos y milenios de burla, por fin podían ser ellos los que riesen desde arriba. Y en las c...