La culpa de Anna

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Los padres de Anna solían llevarla al teatro once o doce veces al año.

Allí todo era más perfecto que de costumbre. Y Anna lo aborrecía, pero no podía decírselo a nadie.

Por ejemplo, la anterior vez que la habían llevado todavía era invierno, y no apetecía nada salir a fuera. Pero aún así se había que tenido que poner un fino y pomposo vestido, además de esos incómodos zapatitos rosas. Menos mal que sus padres la habían dejado ponerse su bufanda favorita, aunque en el teatro se la tuvo que quitar.

Allí las butacas eran demasiado grandes para ella y la hacía sentirse muy pequeñita. Un rato más tarde empezó la obra, y Anna se asustó al notar que todos los espectadores se habían vuelto tan silenciosos como tumbas. Desde ese momento no pudo dejar de mirar la escena, porque sus padres la observaban a ella. Y Anna tenía que analizar todo lo que veía, ya que la preguntaban sobre ello durante el trayecto a casa.

Les decía que había bailarines y actores, una hermosa música, un elaborado decorado, aquellas luces que cambiaban de color... Pero veía en realidad cosas muy diferentes: un recorrido ya trazado e inevitable por el que los intérpretes se movían mecánicamente, en el que no cabían fallos, y una distracción, otra, y otra con las que pretendían atraparte en aquel mundo, imaginado para ser forzado a existir.

Una vez en casa nada cambiaba, y quizás por ello el teatro la aburría soberanamente: sus padres eran como esos bailarines que tanto les gustaba ir a ver.

En su vestuario guardaban varias máscaras, y las de alegría las usaban casi todo el rato. Anna nunca les veía todo el día. Al llegar a casa, mamá se quitaba su traje de dama elegante y se ponía su traje de esposa atractiva, al igual que hacía papá. Durante la cena todo eran máscaras de risa y disfrute, y más tarde Anna se quedaba en el sofá, escuchando la música, mientras ellos bailaban en la amplia terraza. Solo en ese momento se quitaban las máscaras, pero Anna no podía verles bien porque estaban muy lejos.

Después llegaba el momento de dormir. Anna entraba a su habitación, se ponía su pijama y esperaba. Todos los días, sus padres subían a su cuarto, y, mientras su madre la hacía una trenza con su largo pelo rubio, su padre la cantaba alguna canción para ahuyentar a las sombras nocturnas que tanto temía la pequeña. Y salían de su cuarto después de darle las buenas noches, después de que Anna viese una vez más sus máscaras de amor.

Por eso no quería que sus padres supiesen más de lo necesario, ya que sino se sentirían profundamente decepcionados por tener una hija que no se parecía en nada a ellos. Y, por supuesto, Anna prefería las máscaras de amor que las de decepción.

Y por eso también escondía su cuaderno. Lo sacaba siempre después de que sus padres se hubieran ido, y se ponía a hojear si había aparecido algún dibujo nuevo al que poner alguna explosión de color, algún bonito matiz que la hiciese sentir... viva.

Aquella noche, sus padres no subieron. Anna sabía que habían visto lo que últimamente no paraba de enseñar esa caja tonta, y claro, a su vez sabían que Anna tenía algo que ver.

Intuían el mundo que había dentro de su hija, pero no querían mezclarse con él.

Ella lo entendía. Sabía que era extraño. Por eso consideraba una tontería sentirse fatal, pero no pudo evitarlo. Intentó cantar para sí una melodía que la distrajese de las sombras, pero su voz temblaba y se daba cuenta de lo sola que siempre había estado. Terminó durmiéndose con el rostro bañado en lágrimas e iluminado por la luz de la luna que se deslizaba por su ventana, abierta.

Al día siguiente se levantó temprano, aunque su casa ya estaba vacía, y se esforzó en hacer todas sus tareas muy bien. Después se arregló, hizo una maleta con las cosas que consideraba más importantes y sacó sus pinturas y su cuaderno de dentro de la caja que había debajo de su cama. Y dejó una nota, porque creía que debía hacerlo:

"Me voy a pintar más cerdos voladores. No estaré sola".

Entonces bajó en ascensor desde el duodécimo piso del bloque A, y se sentó a esperar en los pulcros escalones que precedían a la entrada de la lujosa urbanización donde vivía.

No tuvo que esperar mucho hasta que vio aparecer en la calle a un chico de su edad, algo desaliñado, con una maleta echada a un hombro, que se dirigía a ella con un cuaderno en sus manos.

—Soy Jake—se presentó, con una sonrisa triste, aunque Anna vio esperanza en sus ojos—. Soy el que hace los dibujos.

—Yo soy Anna—respondió ella, decidida, levantándose—. Soy la que los pinta.

Jake asintió, pero estaba algo perdido.

—¿Y ahora, qué hacemos?

Anna ni siquiera tuvo que pensarlo.

—Ahora tenemos que encontrar a la chica que escribe.

La tinta de lo (Im)Posible #Wattys2016Donde viven las historias. Descúbrelo ahora