Las partidas de parchís, su pasión. Su mejor amiga, la pistola con silenciador. La Conchi, su perdición.
Su nombre era Eugenia. Su apodo, Eugeniator, pues había adquirido fama de terminator en el amor. Jamás dejaba escapar a un ligue, y menos cuando ella misma lo había rechazado antes. Este era el caso de la Conchi. Era una tarde soleada y animada en Albacete, tal y como el corazón de la tintada vieja. Llamó a Eugenia unos minutos después de acabar con la sexta partida consecutiva, y salieron a tomar el inexistente fresco. Eugenia, indiferente, echó por tierra todos sus sentimientos mientras engullía tres pastillas para la acidez de estómago.
Eugenia jamás pensó que querría conquistar a aquella mujer de nuevo. Pero, entonces, ocurrió. La Conchi dejó de asistir a las partidas de parchís. Se había esfumado y aquello no le gustó tres pelos. Se pateó todo Albacete a paso de tortuga, acompañada de su inseparable bastón, en tres semanas contadas hasta llegar al local de bingo. En realidad podría haberlo encontrado mucho antes, pero le gustaba observar cómo los niños se escoñaban en los toboganes del parque. Tres brazos rotos aquel mes, una cifra aceptable.
Como decía, llegó. Y entró al local, obviamente. Sus fosas nasales súper entrenadas de abuela fucker le indicaban que en su interior se encontraba un aroma familiar: la Conchi. Entonces se encontró con un panorama inesperado. Ella se hallaba sentada al lado de otra mujer, riendo y charlando. Algo se encendió dentro de Eugeniator. No. No podía ser.
A partir de aquel momento, ella sería SU Conchi. Y nadie se la arrebataría jamás.
—Pues Gertrudis, mujé, como te iba diciendo estaba yo ahí cuando la cocina empezó a echá fuego y casi se me quema el guiso...
Eugenia estampó una mano en la mesa, tirando todas las fichas al suelo. Todo el local se sumió en un silencio sepulcral. Aún así, en el fondo a la izquierda alguien gritó "¡Bingo!", distraído. Todos reconocían a Eugeniator y el fuego de sus ojos. Poco a poco unos murmullos confusos y asustados volvieron a rellenar el espacio del silencio. A la Conchi se le encogió el estómago al verla allí de pie con aquella mirada.
—Nena, eres tan dulce que ni inyectándome toda la insulina del mundo te expulsaría de mi organihmo—dijo Eugenia con aire seductor, sujetándose la faja con una mano.
Conchi se sonrojó y se levantó de la mesa, saliendo corriendo del lugar con aire de doncella asustada. Gertrudis le lanzó una mirada envenenada a la recién llegada.
—¿Quién coño te creeh, caxomierda? Como no te alejeh de ella te vah a comé lo garbanso.
Se sostuvieron la mirada durante unos angustiantes segundos donde claramente se proclamó una guerra por el corazón de la Conchi. Mientras tanto ella corría calle abajo en dirección a la plaza, para lavarse el sudor de sus arreboladas mejillas en la fuente. Cuando al fin creía que estaba olvidando a su único amor, Eugenia, había aparecido y... ¡¿se había enamorado de ella?! No podía ser. En aquel momento no. Ahora que había comenzado a sentirse algo atraída a su nueva compañera de bingo... La encantadora Gertrudis. Aquellos ojos verdes oliva como el aceite que le echaba al pan. Se podía decir que ella estaba para mojar pan. Pero, en aquellos instantes, la Conchi se revolvía en un debate interno por el amor de tercera edad.
¿A quién debía escoger? Y, lo más importante, ¿se había dejado el gas encendido en casa aquella mañana?
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Ludopatía apasionada: la historia de unas arrugas que encajaban en sus labios.
RomantiekGertrudis se sentía vacía. Sola. Demacrada. Los años se habían deslizado a su lado como una apisonadora silenciosa, aplastando sus sueños y metas. Su vida era polvo de estrellas, tal y como ella sería en menos de una década, pues no conseguiría lleg...