Prólogo

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Existe una profecía que habla de cinco druidas, tan ancianos como sabios, cuya longeva vida les permitía ver los cambios del mundo.

Cuatro de esos druidas, eran los Señores Elementales. Daear, Señor de la Tierra. Amaba los árboles, las rocas y todas las criaturas vivientes. Su vida giraba en torno a los enigmas, que gustaba de resolver. Tenía un temperamento tranquilo. Môr, Señor del Agua. Cuidaba y respetaba a los seres marinos que habitaban en el mar al que conocemos como Gran Azul. Su creatividad y la búsqueda de algo nuevo era su forma de ser. Tân yn, Señor del Fuego. Su razón de ser no era tangible, era quien proporcionaba el calor de la vida y aunque fue señalado siempre como malvado, demostró en más de una ocasión que el fuego podía ser tan ambiguo como los demás elementos. Su personalidad era la más cambiante y caprichosa. G'wynt, Señor del aire. Era el portador de las nuevas para el pueblo, pues era capaz de leer los astros e interpretar los misterios que escondían. Las aves eran sus mensajeras. Y por último, estaba su quinto miembro. Ger'd, el Gran Maestre. El más anciano y sabio de todos, que unía a sus viejos hermanos en el Círculo. Era el protector de la Humanidad, velando por su bienestar y el buen hacer del hombre, manteniéndonos en el camino correcto.

Juntos guiaban a las mentes perdidas y curaban cualquier herida, por grave que fuese. Pero tenían un cometido más que cumplir; salvaguardar una mística piedra. Esa piedra era la Piedra Roja; cuyos infinitos poderes se decía que purificaban los bosques, los ríos, los mares y los cielos. Cada poder de la naturaleza contenía dos energías simbiontes, manteniendo en equilibrio las buenas y las malas fuerzas que convivían en la Tierra.

Su círculo ha sido y siempre debía ser oculto, pues existían mentes emponzoñadas y espíritus corrompidos, que buscaban desesperadamente la Piedra Roja para fines propios. Una vez al año, los druidas se reunían en el templo del Maestre para encontrar a sus dignos sucesores, revelados por la Piedra Roja. La historia comienza el año que, al encontrarse de nuevo en el Círculo, Ger'd, con la cara arrugada y temerosa, se acerco a los demás para darles una terrible noticia.

- ¡Hermanos! Mis ojos han visto lo que nuestros antepasados temían. Un gran peligro amenaza nuestro Círculo y a nuestros pueblos. La Piedra Roja ya no estará a salvo entre nosotros. Debemos... - suspiro y dijo- destruir la piedra.

- ¡¿Destruir la piedra?! –se asombró Môr.- Nadie ha hecho tal acto desde hace mil años. ¡Es inaudito!

- Es cierto. – dijo Tân yn.

- ¡Esperad! Sé que es duro, pero todos sabíamos que ocurriría. Ger'd tiene razón: mientras tengamos la piedra, cualquier indeseable la ambicionará y hará cualquier cosa con tal de poseerla. – dijo razonablemente Daear.

Todos asintieron a su vez. Tenían que hacer un gran sacrificio: su inmortalidad a cambio del bien común.

- Pero nosotros no debemos quedarnos con sus poderes. Nuestros cuerpos mortales no podrán soportarlos. – dijo G'wynt preocupado.

- Lo sé. – Ger'd asintió y levantó despacio la cabeza, mirando el cielo.- Debemos enviarlos lejos de aquí. Que los poderes vengan y vayan donde quieran. Pero no han de manifestarse hasta el momento oportuno.

- ¿Qué momento? – preguntó Tân yn.

- El momento que otros cinco mortales ocuparán nuestro lugar, destruyendo la piedra y devolviendo sus poderes a la Madre Naturaleza. – afirmó severamente el Gran Maestre.

Hubo un breve silencio por parte de todos, hasta que Tân yn habló:

- Hagámoslo.

Cayó la noche. Las antorchas desprendían su chispeante luz. Los cinco druidas formaron un círculo alrededor de una mesa de piedra, mientras el Gran Maestre sacó de su zurrón la Piedra Roja y la puso en el centro de la mesa. Todos, alzando sus cuchillos en mano, rompieron su juramento. Entre los cánticos y Ger'd recitando unas palabras antiguas, Daear sacó con firmeza su espada. Era el más fuerte de los cinco y solo su fuerza podría partir por la mitad hasta la roca más dura. Lo hizo sin vacilar. Levantó la espada y partió la Piedra Roja en cuatro partes; de ella salieron rayos de luz cegadores que subieron al cielo nocturno, desapareciendo en la inmensidad. Daear comenzó a sentirse mareado y se apoyó en la espada. Todos sus hermanos acudieron a ayudarlo.

- Tranquilos, hermanos; tranquilos. Mi fuerza ya no es lo que era. – Les dijo con una sonrisa. Su respiración se entrecortaba. – Se inicia... una vida mortal...para nosotros.

- Sí. Así es. – Asintió Tân yn.

Los druidas, a pesar de haber perdido la inmortalidad, estaban felices de poder pasar sus últimos días viviendo junto a sus seres queridos y sabían que su amistad prevalecería hasta el fin de su existencia. Ger'd guardó en su corazón la esperanza de que, algún día, los poderes de la piedra cayesen en buenas manos.

Woodgate y los cuatro grandesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora