6. Genocidio

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Resignada, asumí mi nueva naturaleza y me puse en marcha. Tracé mentalmente una ruta por las calles del barrio y decidí empezar por la calle en la que me encontraba. No sin antes enterrar al chucho que me había cargado como forma de dejar atrás mi vida.

Llegué a la primera casa y llamé al timbre. A los dos segundos comprendí que mi gilipollez no tiene límite. Un señor enfadado salió por la ventana gritándome por llamar a las doce y media de la noche.

Salté hacia el balcón (aún no sé como), y entré en la casa del señor, de unos 50 años. El dueño de la casa no tardó en aparecer con un cuchillo en la mano (que inocente), y con rapidez y elegancia, le arrebaté el objeto cortante y se lo clavé en la garganta. Me gustó.

Salí de la casa por la puerta. En el pasillo había varios vecinos preocupados por los gritos de mi víctima. La verdad es que me pusieron el trabajo fácil. Con el cuchillo del señor aún en mi mano, me bastaron treinta segundos para acabar con todos ellos. Tuve que matar también a dos mujeres que había también, pero no me importó en exceso.

Bajé a la calle con la satisfacción que da el trabajo bien hecho. Y justo al doblar la esquina me crucé con un grupo de jóvenes que apestaban a alcohol. Aunque pueda parecer tarea fácil, eran ágiles los cabrones. Había cinco, y mientras maté a tres sin problemas, los restantes me lo pusieron complicado.

Uno de ellos consiguió reducirme y sujetarme, mientras el otro se acercaba a mí con cara de pocos amigos (realmente ahora tenía tres menos), tuve el tiempo justo para aturdirlo de un puntapié en la entrepierna y acuchillar a mi captor. Fue sencillo cargarme al último.

Casa por casa fui matando uno a uno a todos los chicos que me encontraba. Daba igual que fueran bebés o ancianos, todos debían morir. La última vivienda a la que entré me resultaba familiar. Había algo que conocía. Y no fue hasta que destripé a un chaval cuando me di cuenta.

El fiambre era mi novio.

Al mirarle a la cara, ahora inerte, mi humanidad volvió por un segundo. El tiempo suficiente para pensar en lo que había hecho esa noche. Había perdido ya la cuenta de las personas inocentes a las que había matado. Era una asesina en potencia.

Esto no podía seguir así. Me dije a mí misma que iba a verme cara a cara con Él. Que pasase lo que pasase, no volvería a asesinar a nadie. Me sentía sola.

Huye de mí, soy una proxyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora