La Guardia Dorada

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      La guerra se acerca. Los ancianos lo saben, las mujeres la temen y los soldados la esperan con la resignación del que sabe que no puede evitarla. Olvidadas quedaron ya las heroicas leyendas de los guerreros de antaño que la enfrentaban con la cara descubierta y el valor como estandarte. Eran otros tiempos y ahora solo restaba esperar, pues el fin se acercaba.

      Poco a poco el enemigo había ido arrasando los territorios del este...los del oeste...los del norte... No había escapatoria, algunos decían de abandonar la relativa seguridad de los muros y avanzar a sangre y fuego por el sur. ¿Pero para qué? En el sur no había nada, solo unas pocas aldeas dispersas que no tardarían en caer bajo poder enemigo.

      Estas y otras cavilaciones menos halagüeñas inundaban mi mente mientras me dirigía al patio de armas a pasar revista a las tropas. Como capitán de la Guardia Dorada era mi obligación mantener a nuestros soldados en buenas condiciones físicas y psíquicas, aunque pensara que no fuera a servir para nada.

      Mientras los soldados formaban en el patio comenzó a sonar la alarma. Todos miramos rápidamente hacia el horizonte, esperando ver una humareda y, efectivamente, la había. Rápidamente grité: -¡A las murallas!. Toda la infantería de la Guardia Dorada fue hacia el portón, a la vez que los arqueros se dirigían a las almenas y yo buscaba al general. Cuando lo encontré, ya estaba pertrechado y oteando el horizonte. Desde su situación la humareda se veía mejor y era imposible que correspondiera a un gran ejército como me estaba temiendo. Como vi poco después y con mis propios ojos, eran solo unos pocos jinetes que hondeaban un ajado estandarte de la Unión de Aldeas Sureñas.

      Abrieron las puertas y antes de que dijeran nada, todos sabíamos que la pequeña esperanza de que las aldeas del sur resistieran, se había esfumado. Los jinetes fueron recibidos por el general con un silencio sepulcral, él les instó a que descansaran un poco y que después le contaran los hechos, sin embargo, los jinetes no accedieron a descansar sin antes contarle lo ocurrido: Un gran ejercito del Enemigo se dirigía hacia aquí desde el sur.

     Eramos oficialmente el último bastión de los hombres y una gran horda se cernía sobre nosotros.

Tres días después de la llegada de los jinetes, volvía a sonar la campana y esta vez ya sabíamos porqué. Solo tuve que mirar a mis soldados, la élite de los guerreros de la ciudad, para confirmar la orden no dicha de ir a las murallas. El sol empezaba a bajar y aún no habían llegado, mala noticia, pues queria decir que llevaban consigo maquinaria pesada de asedio.

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