La cabellera de Saralegui

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(Basado en: Rapunzel, un cuento de los hermanos Grimm).

Autora: Petula Petunia.

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Había una vez en un reino muy lejano... esperen, podemos sacar los cálculos ahora mismo: dos días por barco, una hora y media en dragón, siete días a pie; así que corrijamos. Había una vez en un reino, no muy lejano de Shin Makoku, un joven rey llamado Saralegui.

Dicho rey era el más hermoso habitante de su país. Con la piel tan blanca como los puros copos de algodón de los campos labrados por los trabajadores subempleados, los labios rosados como el vino rosé más puro creado por las masas oprimidas, y su cabellera larga como un cascada, brillante como el oro y los rayos del poderoso señor sol.

De hecho, era la cabellera del rey Saralegui un signo del poder y status del reino de Pequeño Shimarron, considerado a nivel mundial, como el que poseía la armada mejor vestida y más fashion. Mientras en otros estados el signo de poder en los guerreros, se manifestaba en cicatrices, armas temerarias o anécdotas invencibles, en Pequeño Shimarron destacaban por el perfecto y envidiable cuidado al cuero cabelludo. Y, de más está decir, que los guerreros más poderosos de ese reino, eran antecedidos por la cabellera más envidiada en la faz de más allá de esas tierras.

Incluso, cierto rey de los demonios, se perdía a veces pensando en lo que sucedería con su ambiguo amigo Saralegui, si es que alguna vez asistiera a una audición para un comercial de shampoos en la Tierra, y si es que modelos envidiosas por la ausencia de curvas, la perfección en su rostro y su pelo de calendario, no lo acorralarían como una jauría deseosa de acabar con la amenaza. Porque, según Yuuri Shibuya, Saralegui Heika realmente podía rivalizar (de forma no precisamente halagadora para un hombre) en belleza con cualquier mujer.

Pero volvamos con este rey y su particular día reinoso, enmarcado por un aburrimiento soberano. Esa tarde, las gafas oscuras le quitaban encanto a la puesta de sol que de paso no podían competir con su cabellera brillante como el dorado de las sienes del dios de los cielos (dios a elegir), de modo que decidió darle la espalda al ocaso y mirar por la ventana sur de su elegante oficina.

Observó entonces la solitaria y alta hasta por gusto, torre abandonada. Los rumores decían que estaba hechizada, y otros que había pertenecido a una cruel bruja con el pésimo hábito de encerrar doncellas o gemelos idénticos adentro. Versiones menos dramáticas, sostenían que los arquitectos olvidaron poner una puerta de entrada a la torre, por lo que no se podía entrar a ella a menos que se escalaran los fóbicos metros hasta la ventana que se erguía solitaria al ras del cielo.

— Berias. — llamó el rey a su siempre leal sirviente/pariente. Este, parado cual estatua (y confundido hasta el momento con una de ellas) dio un paso frente a la mesa de su soberano.

— Dígame, majestad. — contestó con la elegancia propia de un caballero andante, de los clásicos que vivían eternamente enamorados de amadas intocables (lo cual les evitaba la desilusión de encontrar algo más en las regiones del sur).

— ¿Es cierto que encerraron una vez a unos gemelos idénticos ahí dentro, por tantos años que sus cabellos crecieron al punto que terminaron fugándose usándolos como sogas para descender al suelo? — suspiró aburrido, aunque tramando lentamente algo con qué divertirse.

— De hecho, su majestad, yo escuché la versión de una jovencita encerrada ahí que dejó crecer su cabello tanto que un joven logró subir hasta arriba.

— ¿Un caballero andante pasó por tantas penurias para llegar hasta ella? Que interesante forma de mostrar interés por alguien ¿no? — sonrió Saralegui maquiavélicamente, cosa que Berias pasó desapercibido, de lo contrario hace mucho habría notado que su rey estaba algo desquiciado.

Habia una vezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora