Capítulo 7: La otra cara de la moneda - Parte 1

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Nahiry estaba acostada, con el cuerpo desnudo tapado únicamente con una fina sábana blanca que tenía una gran mancha roja a la altura del estómago. Era sangre. La zitzakuh abrió los ojos y miró hacia adelante. Por un momento, una milésima de segundo apenas, la escena se oscureció. Ahora, era Tamara la que yacía en el mismo lugar, posición y condiciones que la otra muchacha. De su boca comenzó a salir un hilo de sangre…

Lucas ahogó un grito y se sentó de golpe en la cama, con la frente bañada en sudor. «Sólo fue un sueño», pensó con alivio. Miró el reloj. Eran las 8:45, y dado que era domingo, intentó seguir durmiendo, pero la pesadilla lo había dejado muy intranquilo. Viendo que no conciliaba el sueño, decidió empezar el día, a ver si así lograba apartar las inquietantes imágenes de su cabeza. Bajó a desayunar, descalzo y con las ideas desordenadas. Abajo, en la cocina, ya estaban su madre y su hermana desayunando. Ambas levantaron la vista algo asombradas al ver tan temprano al hombre de la casa.

–Lucas, ¿te caíste de la cama? –preguntó Ani, risueña, moviendo su corta melena castaña rojiza.

–No, enana, me despabilé, nada más. Má, ¿hay café?

Unas cuantas horas después, se encontraba en el tren rumbo a Tigre con Lucila, Tamara, Matías, Nicolás, Micaela y algunos compañeros. El día estaba fresco y despejado, perfecto para pasar la tarde en las atracciones mecánicas del Parque de la Costa. El lugar rebosaba de gente. Niños y adultos se divertían a la par y los muchachos iban de aquí para allá, del “Desorbitados” a las sillas voladoras y a los autos chocadores y de vuelta al “Desorbitados”. Alrededor de las cinco de la tarde, y habiendo recorrido ya un tercio del parque, le llegó el turno a “El Desafío”, la montaña rusa más alta del lugar, la más rápida y emocionante. Un enorme revoltijo de rieles verdes serpenteantes que alcanzaban una altura máxima de 32 metros, y carros que dejaban los pies colgando en el vacio la convertían en una atracción no apta para cardiacos. Luego de unos veinte minutos de cola, llegó el turno del grupo y corrieron a los asientos con la adrenalina ya recorriéndoles el cuerpo. Fueron sentándose de dos en dos, mientras un empleado les colocaba los seguros sobre los hombros y el pecho. De a poco, el gran tren se fue moviendo, subiendo lentamente la empinada cuesta que les daría el empujón inicial. Y entonces, vino el descenso. A toda velocidad, comenzaron a recorrer la atracción, con loops, remolinos y vueltas de un lado para el otro. El grupo era puros gritos y risas. Repentinamente, con una brusca frenada, Lucas sintió que se aplastaba contra su seguro y se quedaba sin aire. «¿Qué carajo…?», pensó, viendo que estaban a mitad del recorrido. El carro no debería haberse detenido todavía. De repente, se dio cuenta de algo mucho peor. Silencio absoluto. No volaba ni una mosca, ¡el parque había enmudecido por completo! Asustado, miró hacia el costado. Matías estaba completamente paralizado, con una mueca asombrada y risueña en el rostro pecoso. Lucas comprendió, entonces, que no era el juego el que se había detenido; era el tiempo mismo el que se había congelado irremediablemente. Comenzó a sentirse realmente nervioso, atrapado en ese asiento, colgando a más de veinte metros del suelo. Necesitaba salir de allí como fuera. Tratando de calmarse, se concentró en el arnés que lo aprisionaba en el carro. Pensó con detenimiento en el mecanismo que lo abría y cerraba, y luego de varios intentos y mucho esfuerzo, cedió con lentitud. Con muchísimo cuidado e intentando no mirar al lejano suelo, colocó los pies en el asiento y fue levantándose de a poco hasta agarrarse del riel sobre su cabeza. Haciendo una fuerza descomunal, logró encaramarse a la estructura y levantarse por sobre el carro.

–¡Lucas, ayúdame!

El chico dio un respingo al oír la voz de Tamara, que venía de unos asientos más atrás. No esperaba que alguien más estuviera despierto, liberado de la presión del tiempo congelado; pero, sintiéndose aliviado, fue despacio a su encuentro.

–¿Estás bien?

–Sí, ¿puedes sacarme de aquí?

Lucas no deseaba mostrar sus poderes, pero no tenía otra opción. Se colocó panza abajo sobre la estructura arriba de la chica, apoyó las manos en el seguro y logró abrirlo luego de unos segundos. Luego, le tendió una mano y la ayudó a subir junto a él.

–¿Qué está pasando? –preguntó Tamara, asustada.

–Ni idea, ¿hay alguien más que no esté congelado?

–No lo sé. Quédate aquí, me fijaré por este lado –diciendo esto, comenzó a alejarse con cuidado, mostrando un increíble equilibrio y seguridad en sus movimientos ¿Desde cuándo era tan ágil? Pero Lucas no tenía ganas de ponerse a analizar ese detalle. Estaba demasiado asustado, y casi seguro de quién podía estar detrás de todo eso.

Tamara revisó con detenimiento cada asiento del tren. Sabía que no encontraría a nadie despierto, pero necesitaba ganar algo de tiempo. No había duda, ella aparecería en cualquier momento. Entonces, se detuvo en seco. Era su presencia indiscutible; estaba cerca, demasiado cerca. Giró sobre sus talones y vio con horror un sable curvo con empuñadura de rubíes cortando el aire en dirección a su amigo.

–¡¡Lucas!! –gritó, corriendo lo más rápido que podía hacia él. Llegó a su lado y lo empujó, quedando en su lugar. El chico cayó y se agarró como pudo a la estructura. Ambos jóvenes se miraron por un segundo, suficiente para que Lucas notara nuevamente aquella expresión indescifrable en el rostro de Tamara y comprendiera, así de golpe, que era culpa. Pero, ¿culpa por qué? La respuesta llegó como una bomba nuclear, de sopetón y desmoronando todo. Cuando el sable estaba a punto de tocar a la muchacha, de sus omóplatos salieron dos pequeñas alas que fueron creciendo y la envolvieron por completo. La punta del arma tocó las blancas plumas y, empujada por una fuerza invisible, trató de atravesarlas. Pero estas se abrieron con fuerza, lanzando el sable lejos, y revelando a una persona completamente diferente a la que habían escondido segundos atrás. El pelo de Tamara había crecido y ahora era negro, mientras que sus ojos se habían aclarado hasta quedar casi amarillos, y sus pupilas se volvieron líneas verticales. Su cara redondeada era ahora más larga y de pómulos marcados; y su cuerpo, más musculoso y firme, con arabescos negros en las palmas y empeines. En su cuello brillaba un dije negro de metal, con forma de luna en cuarto creciente dentro de un círculo.

–¡Nahiry! ¿Qué…?

–Perdóname­ –musitó la zitzakuh, y, sacando su espada de zafiros, voló en dirección a Anhais, que la miraba con cara burlona, flotando en el aire. Las jóvenes comenzaron a pelear con furia, mientras Lucas miraba atónito, sin poder creer lo que veía. ¿Era Tamara la que lo había cuidado todo ese tiempo? ¿Era ella la que volaba y saltaba entre los fierros de la montaña rusa a más de 30 metros de altura, peleando con la temible Anhais?  La chica sencilla, de extraño acento neutro, educadísima, simpática, hermosa; su amiga, su compañera, la jovencita por la que perdía la cabeza, ¿era la misma que blandía una espada de un metro para intentar lastimar a su contrincante mientras batía sus grandes alas blancas para mantenerse en  vuelo? Se sentía enojado, confundido y defraudado; pero, en algún lugar de su ser, no podía evitar sentir miedo, porque ahora no sólo estaba en peligro Nahiry, sino también Tamara ¿Y si algo le llegara a pasar? Lamentablemente, la respuesta no se hizo esperar.

Volando de un lado para el otro y utilizando la estructura para impulsarse por el aire, las zitzakuh habían llegado a la zona de la montaña rusa donde yacía Lucas sin saber qué hacer. Entonces, Nahiry realizó un fondo limpio y preciso, dando un paso muy largo y tirando todo el peso hacia la pierna de adelante, con el brazo y la espada estirados formando una perfecta línea horizontal; pero Anhais logró esquivarlo con rapidez y, colocándose detrás de la joven, le clavó su sable en la espalda, atravesándole el estómago. Un hilo de sangre comenzó a salir de la boca de la muchacha y bajó por su cuello, mientras su cara se contorsionaba de dolor. La joven de alas de mariposa la tomó del pelo con su mano libre y le tiró la cabeza hacia atrás, hasta que la oreja de Nahiry quedó pegada a sus labios, y susurró con tono despectivo:

 –Fue un gusto haberte conocido. Bueno, no, sabes que no – Y con una risa maliciosa, sacó su sable de un tirón y empujó a la chica al vacío.

El ángel - (Sin editar)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora