El manicomio

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Todo empezó con un trabajo para la clase de psicología y una simple pregunta, ¿dónde está el manicomio más cercano?

Cogimos un bus que nos llevó a unos 15 quilómetros de nuestra ciudad. La gente a la que le preguntábamos dónde se encontraba el manicomio nos miraba con extrañeza, obviamente unos chavales como nosotros no pintábamos nada allí. Nuestro objetivo era hacer una serie de preguntas a un puñado de pacientes y volvernos corriendo a casa.

Cuando lo encontramos nos topamos con un edificio enorme y unos jardines espectaculares que se veían desde fuera de las verjas.

La recepcionista nos saludó con una amplia sonrisa y nos preguntó el motivo de la visita.

-Queremos entrevistar a un par de pacientes para un trabajo del instituto.

La chica nos dijo que la siguiéramos y nosotros obedecimos. Nos condujo por unos pasillos larguísimos llenos de puertas y dimos tantas vueltas que era imposible volver por nuestro propio pie. A medida que nos adentrábamos más en el edificio el aire se enrarecía y la luz iba atenuándose con cada paso. Después de lo que me parecieron horas llegamos a una enorme sala llena de gente que se dedicaba a todo tipo de cosas.

No había nadie más aparte de los enfermos en aquella sala y una vez que la recepcionista nos dejó solos, nosotros empezamos a hacer preguntas a los pacientes. Pero todos parecían ignorarnos.

Dimos vueltas por la sala preguntando a aquel que se pusiera en nuestro camino, pero lo único que hacían era esquivarnos y seguir su camino. Hasta que alguien nos habló por primera vez.

-No pueden oíros, son fantasmas.

Yo pegué un salto por el susto y mi compañero empezó a reírse. Todo aquello era muy surrealista, ¿qué quería decir esa mujer en realidad?

-Yo, en cambio, sí puedo veros porque estoy viva y podéis hacerme todas las preguntas que queráis.

Respondió todas las preguntas y una vez que acabamos nos arrastró fuera de la sala y nos dijo que la siguiéramos. Yo no quería, pero mi compañero insistió en que aquello nos haría subir la nota y acabé accediendo.

La mujer nos hizo bajar unas escaleras y seguimos adentrándonos aún más en el edificio. Aquella zona olía a moho y a suciedad mezclado con algo que no supe identificar, pero parecía que solo yo lo notaba. Mi compañero iba pegado a la mujer hablando con ella, yo me entretenía mirando los distintos nombres de las puertas, nombres de cientos de personas. No pude evitarlo y me pare frente a una que estaba abierta y le grité a mi compañero para que se acercara, pero cuando me giré ya no veía a nadie. Un tanto intrigado por el interior de la sala abrí la puerta. Mi estómago dio un vuelco y por poco echo toda la comida de una semana.

Aquella sala apestaba y estaba llena de gente, gente tumbada en el suelo unos encima de otros en posturas extrañas. Me adentré un poco y pude fijarme mejor en los detalles. Unos tenían horribles cicatrices en aquellas partes del cuerpo que quedaban expuesta, otros tenían la cara tan hinchada que casi no se podía saber dónde tenías los ojos y la boca. Aquella imagen me traumatizó y salí corriendo en dirección a las escaleras o donde yo creía que estaban.

Estuve diez minutos corriendo hasta que choque de bruces con mi compañero, o más bien lo que quedaba de él. Tenía las mismas cicatrices que las personas de la sala y toda su ropa estaba hecha girones. No había rastro de la señora que nos había conducido hasta allí, así que lo único que pude hacer fue seguir buscando la salida. Cuando me empezaban a faltar las fuerzas por fin encontré las escaleras y con ellas dejé atrás ese olor a putrefacción.

Recorrí los laberínticos pasillos hasta que hallé la salida. La recepcionista ya no estaba en su puesto de trabajo a sí que salí corriendo al exterior.

Al girarme para ver por última vez ese edificio infernal lo único que encontré fueron las ruinas de lo que debió de ser un manicomio hace por lo menos cincuenta años.

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