Alejandro era un bromista de cuidado. No dudaba en gastar las bromas más pesadas que se le ocurrieran, o que, para desgracia de sus víctimas, llegara a ver en algún video de internet.¿Despertar a un amigo con fuegos artificiales? Lo había hecho.
¿Cambiar el relleno de las galletas por dentífrico? Lo había hecho también.
¿Fingir que se electrocutaba? Incontables veces.
¿Talco en el secador de pelo? Una sola vez, porque después el secador no funcionó nunca más.
Su familia y amigos ya estaban bastante hartos del asunto.
Con todo, había una broma fundamental que nunca había hecho: asustar a alguien con una máscara. Había tantos videos en YouTube sobre esto que se sintió casi avergonzado de haber pasado por alto ese pilar del oficio. Así que decidió saldar la deuda que tenía con su honor. Pasó varias tardes visitando tiendas de disfraces y de cotillón porque no quería ninguna máscara fácilmente reconocible que le jugara en contra. Nada de Freddy, de Jason ni de payasos espeluznantes. Finalmente encontró una que le pareció ideal. Era de una especie de bebé deforme (¿o sería un ogro?), realmente grotesco. Ojos saltones y desviados, gesto de sufrimiento, colmillos deformados y amarillentos… Una pinturita. Preparó también un mameluco rotoso y sucio para completar el disfraz.
Al elegir las víctimas, tuvo en cuenta las recomendaciones de los profesionales del susto: debían ser personas jóvenes, presumiblemente sin problemas coronarios o nerviosos, mayores de edad y obviamente desconocidas. No quería caer en lo mismo que los amateurs: asustar a su mamá o a su hermana no contaba.
La acción tenía que desarrollarse de noche, de tal modo que él pudiera permanecer en las sombras y saltar frente a las víctimas, revelando su horrible aspecto. Se decidió por un callejón oscuro a pocas cuadras de su casa. Se llevó la filmadora de su papá para documentar el trabajo en modo infrarrojo, lo que era toda una novedad.
Llegó bien vestido y se atavió en las sombras. Muy poca gente transitaba por ahí, pero no faltaban los incautos ocasionales. La cámara está bien ubicada, registrando todo. Dejó pasar una, dos parejas, sin atreverse a salir de su escondite. La tercera vez pasó una chica sola, y se decidió.
La pobre muchacha casi se cae por el brinco que pegó hacia atrás con un grito ahogado en el pecho. Alejandro se sacó inmediatamente la máscara, le dijo que se trataba de una broma y, aunque estaba preparado para recibir algún golpe, solamente le dedicaron un «pelotudo» a la carrera. Había pasado por alto señalarle la cámara, pero se sintió extrañamente poderoso luego de esa primera experiencia.
Repitió la broma una, dos, tres veces más, solo con parejas o pequeños grupos. Algunos se reían, otros lloriqueaban, varios lo insultaron. Nadie trató de golpearlo, lo que le resultaba extraño.
Se cambió, recogió la cámara y volvió a su casa. Ahora pensaba en subir el video a las redes sociales. ¿Le traería problemas? Decidió no dormir esa noche para realizar una buena edición. Pero se le pasaron las ganas al ver los primeros minutos de la grabación. Eliminó la primera parte, donde se lo veía a él posicionándose y poniéndose su traje de susto. Entonces se ocultaba acuclillado y pegado a la pared, esperando. Pasó la primera pareja, y nada. Pasó la segunda pareja, y nada. Pero, mientras tanto, algo se le acercaba desde el fondo del callejón.
Algo delgado y alto, que parecía deslizarse más que caminar, y que en cierto momento extendió unos brazos retorcidos hacia él y se encorvó sobre su cabeza, creciendo, nutriéndose de la oscuridad. Creyó distinguir uñas enormes, como cuchillos, saliendo de esas extremidades. Ahí entraba en escena su primera víctima, y él daba un brinco gritando como desaforado, y la forma extraña no se aventuraba afuera del callejón y volvía lentamente hasta desaparecer, y a Alejandro le decían pelotudo
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