«Nadie vendrá por ti».
Eso es lo que él me decía cada noche mientras yo yacía sepultado en los miedos que hace tiempo me angustiaban.
A mi hermano le gustaba atormentarme.
Sabía que no planeaba hacer nada malo, solo era su forma de divertirse. Lo más lejano que puedo recordar es cuando yo tenía seis años. Dormía en la cama de abajo. Todas las noches, luego de que las luces se apagaban, trataba de conciliar el sueño antes de que mi hermano, quien estaba en la cama de arriba, me empezara a atormentar.
Todas las noches era lo mismo: mi hermano me gruñía con sus malévolos graznidos que trataban del dolor y las miserias que me deparaban.
«Nadie vendrá por ti».
Su voz no era tan profunda, pero sí baja. El mismo volumen que vosotros podéis lograr susurrando fuerte. Su voz tenía una textura parecida a la del flujo de agua de un arroyo o riachuelo.
Miraba la luz tenue de la habitación, pasando por las diferentes siluetas de los muebles, y oía la textura de la voz de mi hermano desde la cama de arriba.
Aunque era demasiado joven, puedo recordar todas las noches de aquel entonces.
Me quedaba allí. Mi cuerpo, arropado bajo un velo de terror catatónico; solo era capaz de llorar en silencio y escuchar cómo mi hermano describía las diversas torturas que había pensado para mí. Me decía que se tomaría su tiempo para romperme uno por uno mis dedos, brazos, piernas y costillas. Me relataba cómo se iba a emocionar al arañar mi cara y desgarrarme la carne. Decía que tomaría tanto tiempo, que al final mi primera lesión habría sanado, lo que le permitiría empezar otra vez, una y otra vez.
Me aclaraba que iba a cumplir con sus amenazas, pero que era más divertido decirme lo que tenía planeado por el momento.
Así fue mi infancia hasta que cumplí siete años. Mi papá había decidido que era tiempo de deshacerse de la cama litera, pues la había comprado cuando mi mamá estaba embarazada.
Vivíamos en un apartamento poco espacioso en Londres. Cuando mi mamá le dijo a mi papá que tendría gemelos (mi hermano y yo), él se llenó tanto de alegría como un niño en Víspera de Navidad. Fue a la tienda de camas ese día y compró la litera de acero, pensando que sería la solución perfecta para nuestro problema de espacio. A pesar de que sabía que la cama no se utilizaría hasta que tuviéramos al menos dos años y medio de edad, papá había decorado, amueblado y adornado nuestra habitación con la litera dos meses antes de que naciéramos.
Lamentablemente, mi hermano murió cuando mamá estaba dando a luz, antes de que yo naciera. No sé mucho acerca de lo que sucedió con exactitud. Me sentía muy renuente como para pedirle a mis padres que comentaran sobre el tema. Siempre los hacía llorar, así que no se hablaba de eso en casa.
No puedo creer lo bien que recuerdo esos días. Ahora tengo veintisiete años. Vivo en un apartamento propio, y dispongo de un trabajo aceptable y de una colección hermosa de pastillas para dormir.
Oh, cómo echo de menos la litera. Al menos agradezco que no tenía que verlo cuando él dormía en la cama de arriba.
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