Ese día de verano fue, sinceramente, increíble y yo quería seguir conociendo a ese chico, de tal manera que, pasada la fiesta, fuimos a desayunar a una cafetería de ahí. Nos sentamos en una zona para esperar a que ésta abriera y yo me senté al lado de este chico, Gonzalo, ya que veía que por él mismo no iba a venir. Intentaba acercarme, le daba besos, le hablaba y le mantenía la conversación, pero él parecía no mostrar interés. Unos días más tarde me fui a la playa, donde, sin comerlo ni beberlo tuve algo con un chico de ahí a quien conocía desde muy pequeña.
Os explico, con Gonzalo estuve hablando dos días (por mí) hasta que decidí no volver a abrirle conversación, lo cual él tampoco hizo. Este chico de la playa, Adrián... fue raro. De repente un día me dijo de bajar a la playa nosotros dos solos, pero yo jamás me pensaría que quisiera algo conmigo. Es que no sé explicarlo. Era alto (metro ochenta y mucho) estudiaba fisioterapia, era socorrista, guapísimo y tenía 20 años. Total que pasamos de ir a la playa por las tardes a hablar de relaciones, a ir todas y cada una de las noches a dar paseos eternos que acababan a las cinco de la mañana.
El día que fuimos a la playa, hablamos de cómo él acabó con su novia porque le pedía explicaciones cuando se iba con sus amigos -del tipo: con quién vas, mira a ver qué haces, qué chicas va a haber, etc.- y yo le dije que mi ex era tonto (porque lo es y lo será siempre) y pensábamos igual. Los paseos estaban llenos de magia, a partir de los cuales me empecé a creer la posibilidad de que le gustara, aunque fuese lo más mínimo.
Hubo un momento, en nuestro tercer o cuarto paseo, donde nos sentamos en un banco a lo alto de una montaña donde se veía el mar y la playa, con un parque y unas piscinas preciosas al lado. Él apoyó la cabeza sobre mis piernas y yo le acaricié el pelo, lo cual llevó a que él, minutos después, se levantara y se me quedara mirando fijamente. Me reí y le pregunté qué pasaba, a lo que me contestó que no pasaba nada, y bajamos hacia la playa.
Camino a casa, sugirió sentarnos en un banco enfrente del mar para quedarnos un rato más ahí, a lo cual accedí, y no tardó en aposentar su brazo sobre mis hombros y acercarse, mirándome a los ojos deseosamente, y besarme.
Llegamos a casa cogidos de la mano, siendo el resto del paseo perfecto y llegando a casa a las cinco y veinte de la mañana. Después de ese día, los paseos nocturnos, las tardes de playa, las cenas por ahí y los mojitos de después aumentaron, haciendo de ese mes de agosto uno de los mejores de mi vida.
Pero como todo, el verano acaba, igual que nuestra relación. Él se volvió a Reus y yo a mi pequeño pueblo.
¿Y qué pasó? Gonzalo y yo nos veíamos de vez en cuando, en el momento en el que nos cruzábamos algunos amigos y la situación era la mar de incómoda. Recuerdo con cierta vergüenza el momento en el que nos saludábamos, dando los dos besos tan cerca pero a la vez tan lejos de los labios de cada uno. Pero llegó septiembre y con él, sus fiestas, donde hablamos y volvió a surgir lo que en verano, a lo cual me aferré, igual que él, y cuya historia sigue a día de hoy, cumpliéndose, el 27 de septiembre -día actual- más de un año de nuestra historia, ciertamente interrumpida.