Ese día había sido como cualquier otro. Se entretuvo escribiendo, ignorante del futuro que le esperaba. No un futuro próximo, sino lejano, distante, más allá de la curva de la predicción.
Lo conocía, pero ignoraba lo especial que era ese día. Para ella, era un día más. Para alguien, allá afuera, significaba todo. Y quizás, al mismo tiempo, nada.
Fuego y Hielo
Ardía. Quemaba.
¿Cómo algo tan frío podía ser tan cálido?
Siempre le habían dicho que era como el fuego. Pero no como el fuego controlado de una fogata encerrada entre bloques de ladrillo, así tampoco como las pequeñas llamas controladas de una cocina. No. Le decían que era como el fuego de una explosión. Devastador. Incontrolable. Voraz.
Su corazón era ardiente, así como sus deseos, como sus anhelos, como sus sueños. Siempre soñaba en grande y trataba que el mundo viera que la explosión ardiente de los sueños nunca sería una llama demasiado pequeña, ni lo suficientemente cálida. Siempre se podía arder más, más fuerte, más grande, más incontrolable.
A ella le gustaba ser como el fuego, pues con su personalidad ardiente sentía que podía repeler en una explosión de furia, o calmar con una onda de calor. Podía quemar o cobijar. Podía hacer cualquier cosa. Se sentía imparable cuando ardía... Hasta que lo conoció.
Su voz era cálida en la superficie, tranquila, y ella juró que ardía el mismo fuego en él, así como ardía en el corazón de ella. Pero mientras más lo conocía, se daba cuenta que si bien el exterior, desde la suficiente distancia, calmaba como una suave vela, si se acercaba lo suficiente podía sentir el frío. Y ella se acercó a él, queriendo alejar esa capa congelada con la que parecía recubrirse. Y mientras más se acercaba, ella más fuertemente ardía, y él era más y más frío.
Cuando pudo ver su corazón, se dio cuenta que él quemaba. Pero quemaba de frío.
Su corazón era un bloque de hielo, como sus miradas desde la distancia, como su sonrisa tranquila. Y como si de una meta personal se tratase, ella invadió de esa forma avasalladora que sólo ella poseía y se acercó, más y más, queriendo saber desde qué lugar congelado en él provenía esa calidez. Esa calma fría y esa voz ardiente.
Hielo le permitió acercarse, no la detuvo, pero tampoco la alentó. Y mientras Fuego más lo intentaba, más indescifrable lo percibía. Su corazón ardía en deseos de alcanzarlo, en necesidad de tomar el corazón congelado entre sus manos y hacerlo suyo. Compartir su calor con él, y que él compartiera su fría calma con ella. Pero eso nunca pasó, pues tan rápido como había llegado, tan de improviso se había marchado.
Y fuego lo añoró durante noches largas, noches frías, noches en las que sintió que sus explosiones nunca serían suficientes para llamar su atención. Y le dejó ir, le olvidó en la superficie... pero su corazón ardiente siempre lo recordó, porque ¿cómo algo tan frío podía hacerla sentir tanta calidez?
¿Cómo un bloque de hielo podía hacerla sentir paz, aunque se congelara ante sus palabras no dichas, sus risas complacientes? ¿Cómo su frío podía hacerla sentir tan cómoda?
¿Cómo algo tan inalcanzable, tan distante, podía hacerla sentir esa añoranza?
Debió rendirse cuando él se fue, ignorando su declaración. Y por un tiempo lo hizo, pero siempre llevó consigo ese frío quemante, tranquilizador.
Hasta hoy.