Mi ángel.

1.1K 117 15
                                    

Sus labios parecían besados por amapolas, de los constantes mordiscos que le creaban heridas superficiales. Sus cabellos de oro escondían su frente y parte de los ojos, que él se encargaba de tener muy abiertos, para no perder ni un detalle de la llegada de aquella criatura con habilidades especiales.

La veía todas las mañanas al levantarse, y aseguraba que se trataba de un ángel, reencarnado en el cuerpo de un pequeño niño. Admiraba sus labios entreabiertos, su sonrisa de miel, sus pasos acelerados o incluso su caminar gracioso y carente de equilibrio. Amaba verlo correr con sus fuertes piernas, porque no sentía envidia de no tener algo que ese bello niño tenía, si no que le hacía pensar.

¿Qué hubiese sido de su vida si en vez de una prisión de cinco estrellas como hogar, hubiese florecido en las calles, entre niños, siendo alguien normal?

Y de nuevo, mordía esos ya apunto de sangrar labios, intentando sin éxito no sonreír.

Sus mejillas, rojas, su pecho que no dejaba de subir y bajar debido al cansancio... Ese era él, el niño que corría, el niño de la sonrisa dulce como la miel.

***

Varios golpes ligeros le hicieron salir de su cuento de hadas, y la voz de su maestra llenó la habitación. Voz melódica y dulce, que lo presionaba a hacer cosas que no quisiera hacer.

Era lo mismo, un bucle sin fin, en el que las palabras "Señorito, es hora de desayunar y beberse las pastillas" se repetían una y otra vez, impidiéndole ver hacia dónde iba el pequeño niño de mejillas sonrojadas.

Lo entristecía, lo hacía sentir vacío, porque a lo largo de los años, siempre que intentaba comunicarse con él, no recibía nada a cambio.

Como una receta estricta, su vida era algo incambiable. Despertar temprano, quedarse delante de la gran ventana y, pacientemente, esperar la llegada de su sol, de su pequeña felicidad entre todo ese incómodo mundo. Luego, luego se bajaba por el ascensor, porque jamás podría usar las escaleras, porque, no sabe cómo pasó, pero un día solamente despertó careciendo de la habilidad de usar lo que más apreciaba de su cuerpo; sus piernas.

Le dijo adiós al fútbol, le dijo adiós a su salida con amigos, le dijo adiós a la vida.

Las clases en Koreano se le hacían difíciles, era un idioma hermoso que sin embargo no conseguía dominar, pese a que llevaba años y años intentando aprenderlo.

Lo denominaban inútil, un niño con únicamente cara bonita que, en las cenas familiares, alumbraba los espacios carentes de vida con su sonrisa, fingida y postiza. Un niño con mucho futuro, un niño predestinado a triunfar, con el título encima de su cabeza, escrito en letras de oro. Tenía tatuado en su piel la palabra "éxito", que de un día a otro, desapareció dando lugar a tez casi transparente, labios naturalmente azulados, ojeras decorando sus cansados ojos color miel, y un dolor intenso en su pecho, falta de aire constante, tos que dañaba su pulmón, y sobre todo, tristeza.

Triste de que cada vez, como ahora, Han extendiese su mano e intentase tocar a aquel niño que regresaba de clases, sonriente, acompañado de personas que sin conocer, el pequeño ciervo odiaba. Odio irracional que él podía justificar. ¿Por qué ellos lo podían tocar, podían hablarle, y podían interactuar con aquel bello ángel? ¿No tenía él derecho de hacerse notar?

No lo tenía, porque su mano, que lentamente se acercaba a él, temblando y fría, solo conseguía sentir el tacto de la helada ventana, transparente como sus sentimientos.

Como todas las tardes, como si su vida fuese una receta, lloraba después de ver como desaparecía cruzando la calle, sin fijarse en él ni en su saludo, y esque, aunque gritase, jamás se fijaría en él. Si pudiese gritar, solo si pudiese, ¿lo haría? ¿Lo escucharía?

Dulce como la miel. [XiuHan Finalizado ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora