PRÓLOGO

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Hubo un momento en mi vida en el que todo cambió, la vida como la conocía, la gente a la que quise y admiré, todo lo que fui, todo lo que era, todo desapareció para siempre y hoy les voy a contar cómo comenzó.

Cuando era un niño, mi padre, Don Gabo Linares, me sacó de mi refugio en el teléfono para salir a jugar, pues para eso viajamos de paseo a Cartagena, según él.

Comenzó explicando qué hacíamos allí y por qué debíamos hacerlo, los demás niños a los que citó y yo, tratamos de aguantarnos las risas porque nuestros padres se lo tomaron muy enserio a pesar de ser un tonto juego.

Jugamos a escondernos mientras Doña Cristina contó hasta veinte.

Cuando estuvo a punto de terminar, la brisa le levantó la falda que traía puesta.

―Uy mirá, se le ven los calzones―exclamó un niño detrás de nosotros.

―ya los vi ―gritó Doña Cristina quien ya había terminado de contar y luego me tocó contar a mí.

Logré llegar hasta diez contando de uno en uno, "doce, catorce, ¡VEINTE!"

Miré por todos lados pero no pude ver a nadie, me acerqué a los posibles escondites y vi sobre una de las vallas que cercaba el hotel, algo parecido a una rata muy grande que trató de atravesarla. 

―¡Qué es eso! ―grité asombrado.

Los otros niños, que no eran nada curiosos, salieron de inmediato a observar conmigo. Yo me quedé mirando a unos metros de distancia, el niño que antes le vio los calzones a doña Cristina se acercó, con las manos entre los bolsillos, era un niño rubio de más o menos mi misma edad, pero nunca lo había visto en el grupo de paseos, tal vez era solo otro huésped.

―¡Ay, qué es eso! ―observó una niña de cabello rizado y zapatos fosforescentes.

Nuestros padres al escucharnos se acercaron a ver cuál era el escándalo. En ese momento descubrí algo que impactaría mi vida por primera vez.

―¡Hay, una chucha, una chucha! ―lloriqueó Doña Cristina quien fuera la primera adulta en llegar.

Los demás padres tomaron piedras de la carretera y nos las entregaron.

―Rápido niños mátenla ―dijeron.

Los niños tomaron las piedras y empezaros a lanzarlas, yo que recibí la roca más grande gracias a mi padre la levanté con las dos manos dispuesto a matarla, pero el animalito me miró mareado por las pedradas, tenía las orejas agachadas y casi no podía alzar su cabeza y vi en sus ojos tanta tristeza, que no supe si me pedía auxilio o que lo matara de una vez para acabar con su dolor.

―¡mátalo ya! ―escuché que gritaron; yo los miré, templé mis manos y luego, le reventé la cabeza.

Nuestros padres no pararon de aplaudir y festejar, pero los otros niños y yo estuvimos bastante desconcertados.

Esa misma noche al llegar a la cabaña del hotel, mi padre entró y se sentó a mi lado.

―Si ve que es mejor jugar afuera, que quedarse aquí con esos aparatos que lo están deshumanizando ―me dijo.

Y esa fue la primera paradoja que tuve en mi vida, él tenía razón en algo la tecnología nos cambió, pero no había sido la que nos deshumanizó.

Había algo en el aire esa noche, un escalofrío extraño y una amargura que no me dejó comer.

Después de retomar las clases, le conté a la profesora de biología de quinto grado lo que sucedió en Cartagena y ella perpleja me aseguró que lo que matamos no era una chucha sino una Zarigüeya y que la gente les tenía miedo porque no las comprendían.

Unos meses más tarde, comenzaron a circular vídeos virales por internet de un sujeto que se hacía llamar Capa Blanca, al principio la gente lo tomó por un loco que criticaba a la humanidad en general con mensajes de odio, pero poco a poco fue ganando seguidores de todas partes del mundo por su peligrosa elocuencia; nadie supo quién era o dónde vivía, pues subió cada vídeo en todos los idiomas existentes con la misma máscara de cuero blanco ceñido al rostro, al igual que su vestuario. Sus ojos, nariz, boca y oídos tenían una costura gruesa de nailon negro por fuera, dando la impresión de tener dichos sentidos cosidos, utilizaba un emulador de voz e imágenes sugestivas sobre los diferentes temas que fue tratando en cada vídeo; guerra, religión, sexo, políticas públicas, formas de gobierno, racismo, xenofobia, desempleo, dinero, trató casi todo tema sensible, solo tenías que elegir el idioma y ahí aparecía Capa Blanca. Los medios lo llamaron el Pequeño Hitler, algo exagerado y que le dio más poder del que tenía según mi padre, mi madre en cambio, como casi siempre, difirió de la opinión de Don Juan diciendo que transmitía lo que el pueblo quería; era una mujer encantadora, pero no era muy acertada con sus opiniones políticas. Ella siempre encontró cierto regocijo y seguridad al escuchar un discurso de tono fuerte y parafernalia abundante. Yo solo era un niño pequeño pero ya sentía cosquillas en las manos al escucharlo y presentía que algo pasaría muy pronto.

El comercio no dejó pasar la oportunidad de explotar la creciente fama de Capa Blanca y muy pronto comenzaron a sacar productos con su símbolo, sus seguidores lo usaron con orgullo en camisetas, gorras, afiches y demás.

Todo pasó muy rápido pero para algunos fue una transición imperceptible y no notaron las señales. La gente comenzó a perder sus empleos por sus inclinaciones políticas, religiosas, o casi cualquier creencia que fuera contraria a los capablanquistas, la criminalidad en las ciudades se disparó hasta en un 400% el primer año y siguió aumentando. El Presidente de turno le ordenó a mi padre crear una milicia secreta encargada de vigilar los movimientos de este creciente grupo para reportárselos al Estado. Mi mamá a pesar de ser partidaria de este sujeto, fue despedida de su trabajo como Ingeniera de Proyectos en el Centro de Investigación de Tecnologías Renovables, lo que hizo que ya no lo apoyara tanto, aunque lo tomó muy bien, ella tenía una bella cualidad para ver lo positivo aún en las adversidades, así que decidió dedicarse al hogar e inició una fundación caritativa con sus amigas para las víctimas del reciente conflicto.

A diario llegaron docenas de heridos, desplazados, huérfanos, incluso moribundos. Mi madre y sus amigas les brindaron comida, atención médica, hospedaje y toda la ayuda que necesitaran para contactar a sus seres queridos, algunos al sentirse mejor, se quedaron para ayudar con las labores que requería la fundación, pues el apoyo del gobierno era mínimo por no decir que nulo por supuestos gastos excesivos en seguridad. Ustedes se preguntarán ¿Y qué pasó con los hospitales? Capa Blanca convenció a sus seguidores de que la enfermedad solo era propagada por los enfermos y que ellos que habían sido cuidadosos de su salud no merecían morir por causas ajenas, así que debían extinguir de raíz este mal. Muchos atendieron el llamado e hicieron atentados terroristas contra los hospitales, al principio eran piedras o protestas, pero luego explotaron literalmente.

Los hospitales que lograron quedar en pie no tenían casi médicos por el temor de las represalias así que algunos desertaron hacia las fundaciones clandestinas como la de mi madre para continuar con su labor y otros tan solo renunciaron a continuar y esto fue solo el comienzo.

Tras bambalinas se estuvo fraguando el plan más perverso de la historia y ya habían ganado casi un quinto de la población en adeptos, por alguna razón la cantidad promedio de enfermos aumentó y no me refiero a heridos, sino a enfermedades comunes, todos los países, ciudades y cualquier territorio que tuviera población se hundieron poco a poco en el caos.

¿Pero por qué los estados no hacían nada al respecto? La terrible verdad era que este movimiento ya se había extendido a varios de los altos mandos en las instituciones gubernamentales de todo el mundo. Mi padre tuvo que despedir hacía poco a dos de sus mejores agentes, por proponer un cambio de bando y dijo que no entendía de dónde podían estar siendo financiados, pues según él, esta gente no actuaba sin dinero de por medio. Y ese sería su siguiente objetivo, desenmascarar a los que movían los hilos, que grave error.

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