PRÓLOGO

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"Corriendo con la camiseta de ese viejo grupo de los ochenta la observo, riendo, jugando, reluciendo. Parece que lleva tras ella los rayos del sol del atardecer y que, colándose entre sus piernas, me retan. Le gusta burlarse con el fulgor de sus ojos, como si intuyera el rumbo de mis pensamientos. Baila al compás de ese ritmo pegajoso y lento que escupe la radio, sacudiendo su cintura, soberbia a incitarme. Y su ingenio y caricias me enloquecen, creando un desafío condenado a enredarse en las sábanas. Me mordí el labio. Nunca admitiré que mataría por ver cada día esa peculiar manera de arrugar la nariz cuando esos retorcidos pensamientos pasaban por su cabeza, casi tanto como moriría por terminar cada noche arrancándole suspiros al compás de sus caderas. El gusto que me proporcionaba el despertar a pellizcos, la satisfacción de sentirla y tenerla los días impares. Le encantaba mandarme a la mierda a base de besos mientras me suplicaba cinco minutos más a mordiscos. Nunca sabría decir con exactitud en qué estría me quedé estrellado, o en que sonrisa de medio lado me quedé embobado. Algo que sólo sus piernas conocen, y que sus cicatrices gritan a voces. Estaba casi tan rota como mis puños y podría hacer una lista con mil motivos para odiarla, aunque yo siempre rebuscaba buscando una para amarla. Y escribo esto mirándola de refilón, tratando de ocultar la sonrisa estúpida y nerviosa que me resbala por la comisura que ella acaba de besar. Sé que este juego tiene los días contados, por lo que trato de aferrarme a sus muslos hasta dejar huellas con mis dedos. Pero qué bonita perfección odiosa y viciosa si tu eres el centro del mal, el ojo del huracán. Tú, tan rosa, con espinas hasta en los pétalos. Tú, tan ambiguamente predecible. Tú..."

Me incorporo. Un sudor frío recorre mi columna vertebral calándome hasta el interior del alma. Otra vez ella. Trago saliva tratando de deshacer el nudo que atora mi garganta y un gemido de dolor se filtra a través de mi tensa mandíbula. Mi pecho duele, su ausencia me quema. El caos nos arrasó, dejándonos con la necesidad de lo inexistente. Ella. El único mal que me hace ver la vida con una luz especial. Mi corazón palpita agonizante y me revuelvo el pelo con frustración acumulada. Nos fuimos hundiendo en el infierno de ambos, sólo capaces de observar el hilo de la tragedia que pedía a voces ser escrita. Me levanto y rebusco en ese cajón maldito aquel papel caducado de mi sueño, ese que escribí en penumbras entre sus curvas. Las lágrimas se agolpan mientras mis ojos recorren veloces esas líneas que ya casi me sabía de memoria. Mis manos viajan hasta sujetar el cuaderno localizado sobre el escritorio y, bolígrafo en mano, mi mano comienza a escribir, temblorosa, la decadencia de nuestra historia. Y recuerdo. Y me estremezco al darme cuenta de que ella habita en mi interior con la presencia de un fantasma, con la fuerza soberbia y destructiva de un huracán, mi huracán:


Katrina.

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