Capítulo 1: Teo Sacks

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Teo Sacks no era un niño como cualquier otro. Su destino era grande y estaba escrito en las estrellas.

Su padre había ido a trabajar al puerto y Teo debía cuidar de "Steffi". Steffi era su hermanita menor, una hermosa nena de ojos azules y carita rubicunda. Tenía cinco años —cuatro menos que Teo— y la habían bautizado con el nombre de Estefanía Sacks, pero su hermano, cuando era apenas un infante balbuceante, solía llamarle "Stefía", dado que le costaba pronunciar el nombre completo. Sus padres, para alegría del pequeño, comenzaron, entonces, a llamarla "Steffi".

"¿Dónde está mamá, papá?", acostumbraba a preguntar Teo por las noches, al irse a la cama. Pregunta a la que, melancólicamente, Dante Sacks respondía: "Mamá está cerca, Teo. Un día va a volver... Lo prometo." Prometerlo lo destrozaba, porque sabía que no era cierto.

Su madre era una bailarina exótica en un escondrijo de mala fama. Dante se había enamorado perdidamente de ella y formaron una familia. Pero una noche había engatusado a un viejo con más dinero que cerebro y se escapó con él. Desde entonces nunca supieron nada más de ella. Pero Dante se resistía a que sus hijos crecieran envenenados por el rencor contra su madre, por eso no les mentía, pero les ocultaba la verdad.

Los Sacks siempre habían sido una familia de trabajadores portuarios. Su bisabuelo Oliver había emigrado desde los Estados Unidos a la Argentina luego de la Depresión del '29. Eran pobres pero felices. Alquilaban una piecita de pequeñas dimensiones en una casa antigua de Palermo. La señora Elvira era la propietaria, una pensionada de 80 años, amargada y escandalosa, que no les perdonaba ni un día en el retraso del pago de la renta. Había meses en que, para no perder su hogar, los Sacks no debían comer tres o cuatros días. Dante sufría y, a veces, Teo lo veía llorar. Una noche se acercó a él, le acarició el pelo y le dijo que todo iba a mejorar. La ración que le tocaba a él podía comerla Steffi, puesto que él podía aguantar un poco más. "Nos tenemos a nosotros, papá", le dijo Teo. "Mientras estemos juntos, no siento hambre". Dante lo miró a los ojos y vio la fortaleza de su alma. Lo tomó de los hombros, le besó la mejilla y salió disparado a la calle. Volvió una hora más tarde con una bolsa de batatas. Tomó las últimas gotas de aceite que le quedaba en el mueblecito que usaban de alacena, las frió y se las dio a comer a los niños. Teo recordaría, años más tarde, esa cena como el gesto más grande de amor que jamás haya recibido.

Teo era un chico de complexión menuda, voz amena y mirada noble. Tenía el pelo negro y ojos claros como la miel. Los dedos de sus manos eran largos y gráciles, pero curtidos por las marcas del trabajo. Dante no tenía dinero suficiente para costear la educación de sus hijos: apenas le alcanzaba para pagar el alquiler y llevarles un plato de comida (y, a veces, ni para eso). De modo que el pequeño Teo, decidido a que Steffi no perdiera el año escolar, había conseguido un trabajo como aprendiz de carpintero en el local del señor Piero.

Piero Della Francesca era un ex soldado italiano que había desertado de las filas del Eje y había huido a Francia, para arribar dos años más tarde a nuestro país durante el primer mandato de Perón. Decía que "el General tenía buenas intenciones, pero secretos oscuros." Teo nunca había entendido qué quería decir ni tampoco se lo había preguntado.

El que llevaba adelante el negocio era, en realidad, su hijo Marco, puesto que como decía el mismo viejo "sus huesos estaban tan hechos polvo como el aserrín". Piero disfrutaba de hablar largas horas con el niño y contarle sus aventuras: una vez le había dicho, que estaba en el campo de batalla, y que había visto morir junto a él a su amigo Paolo (una bala inglesa se había colado en las improvisadas trincheras). Había noches en que la mirada de Paolo flotaba en el aire y gemía. Piero hubiese dado cualquier cosa por volver a verlo y decirle que no había sido su culpa que él hubiese muerto; que nada de todo eso tendría que haber sido así. Que ellos no deberían haber estado en esas trincheras, en ese campo de batalla, en esa guerra. Pero, de todos modos, quería pedirle perdón. "Sería hermoso que existiese un lugar donde volver a encontrar a nuestros muertos", dijo el señor Piero. "¡Pero acá en la Tierra, no en el Cielo donde una vez muerto nada se puede probar!"

Teo se dio cuenta de que nunca había pensado en la muerte. Para él no existía más que la vida, con el verde de los árboles y el azul del cielo. Pero la noticia de que podía existir un vacío lo inquietaba. Más tarde lo olvidaría: su madre no había muerto y, sin embargo, ni él ni Steffi sabían nada de ella. Se preguntó si así sería la ausencia que el señor Piero sentía por su amigo Paolo.

Aquella mañana se levantó temprano y le preparó el desayuno a su hermana: unas tostadas con manteca y mermelada de durazno (un pequeño gusto que sus ahorros habían hecho posible). Untó la manteca en el pan caliente y sacó del fuego la pava, que ya empezaba a echar vapor. Vertió un poco sobre la taza con el saquito de mate cocido y sirvió todo sobre la mesa. Dante había salido hacía una hora hacia el puerto, apenas con un pedazo de pan del día anterior en el estómago.

Teo movió a Steffi en la cama y ella abrió los ojitos todavía soñolientos. El azul de sus ojos se derramó por sus mejillas junto con un rayito de sol que se escurría oblicuamente por el ángulo de una ventana. Estaba arropada hasta las narices, puesto que era invierno y hacía mucho frío.

"Tenés que levantarte, Steffi", susurró el niño a los oídos de su hermana. "Hoy es tu primer día en el preescolar y no debés llegar tarde."

Steffi se levantó adormilada y dando tumbos. Ambos se desternillaron de risa cuando Teo le dijo que parecía un gallito ciego.

Cuando la niña vio la mesa servida, se volvió a su hermano con una sonrisa que le iluminaba toda la cara. Comenzó a dar saltitos de felicidad de un lado a otro como un pequeño canguro y le dio un beso en la mejilla.

Comía con satisfacción. Los ojos le brillaban y ya no demostraban sueño. La mermelada de durazno era su "comida favorita", según decía, y Teo estaba contento de que sea así.

—¿Dónde está, papá? —preguntó la niña, viendo que de pronto estaban solos—. ¿Por qué no come tostadas con nosotros?

—Papá está en el puerto, Steffi —le explicó Teo—. Él tiene que ir al puerto para que vos puedas comer la mermelada de durazno.

La niña asintió.

Si bien la mermelada de durazno era mérito suyo, Teo quería que Steffi valorara desde pequeña el esfuerzo que su padre hacía todos los días. Él sabía que Dante a veces estaba cansado (y otras, incluso, enfermo) y, sin embargo, todas las mañanas a las 5:00 se levantaba e iba a trabajar hiciese frío o calor. Era verdad que él también hacía lo suyo en la carpintería del señor Piero, pero el anciano era bueno con él y muchas veces, mientras le contaba sus historias, le ofrecía algo para almorzar. Además, lo trataba con cariño y escuchaba todo lo que Teo tenía para decirle. En una ocasión, le había preguntado si podía guardar un secreto y le dijo que lo quería más que a sus propios nietos, que eran los hijos de Marco, porque Teo lo trataba con amor y nunca se burlaba de sus aventuras.

Steffi terminó de desayunar y su hermano la ayudó a abrigarse. ¡Tenía tanta ropa que parecía un muñeco de nieve! Dante le había comprado unos zapatitos primorosos para su primer día de escuela (¡los había conseguido en una feria americana a un muy buen precio!). Cuando Steffi los vio se quedó maravillada y sin aliento.

—Papá los compró —dijo Teo, divertido con la expresión de sorpresa de su hermana—. Son para vos...

Steffi se acercó a él cautelosamente, temiendo que si caminaba muy rápido, se pudiese romper el espejismo. Pero el espejismo no se rompió: ¡los zapatos eran reales! Hacía mucho que no tenían un calzado tan bonito. Sus zapatillas estaban todas roídas y algunas, incluso, dejaban escapar sus deditos.

—¿Son para mí? —repitió la niña incrédula—. ¿De verdad?

—De verdad —respondió su hermano sonriendo.

Steffi no sabía si abrazarlo, si ponerse los zapatos o si saltar de alegría como un canguro, otra vez. De modo que hizo todo junto en una explosión irradiante de felicidad que Teo estaba encantado de ver.

—¡Gracias, Teo! ¡Gracias! —repetía la nena, dando saltitos—. ¡Gracias a papá! ¡Son muy lindos!

—Podés darle las gracias vos misma cuando él venga. Ahora vamos, que se hace tarde. ¡Te va a encantar tu nueva escuela!

Árdoras: La tierra de los revivientes [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora