Cenizas

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1.

Ésta mañana sentado en una mesa apartada de una cafetería contemplo el ambiente. Veo gente mayor en silencio, con la mirada perdida, tomando su café con tostada o su cerveza con patatas fritas. Comentan lo rancias que están las patatas o lo frío que está el café. Después siguen con ese silencio sólido. Como si ya conociesen el alma de la gente que les rodea en la mesa. Como si ya nadie tuviese nada que aportar a nadie. Como si el laberinto de la vida de la otra persona ya estuviese explorado y hubiesen encontrado la salida. Yo nunca encontré la salida de Kat. Ni siquiera cuando entró en coma. Siempre tenía cosas que contarle. Siempre había leído un último libro o había visto una última película. Siempre tenía sentimientos que transmitirle aunque no hubiese una respuesta aparente. Incluso ahora, cuando ya hace diez años qué me dejó para saber que hay después de esta extraña vida, plagada de decisiones difíciles, momentos tristes, días grises y lágrimas de alegría y dolor, sigo hablando con ella. No tengo nadie con quien hacerlo.

Mis hijos han intentado que me integre en círculos de mi edad y con mis problemas. Viejos viudos y tristes que se cuentan sus penas como si fuese un grupo de alcohólicos anónimos. No. Eso no es mi vida. No quiero salir deprimido cada miércoles a las siete de la tarde por ir a esos sitios donde te sirven un café con sacarina y pastas sin gluten. He intentado ir a bares a mis sesenta y cinco años. A bares diferentes, donde la gente recita poemas o narraciones breves. Suelen ser jóvenes con ideas demasiado profundas sobre nuestra existencia, que normalmente no son suyas. Siempre hablan de desamor, de engaños y traiciones, de amistades perdidas y corazones rotos. No los comprendo. ¿Qué sabrán ellos? Están en la cima de la vida. Cuando empiecen a derrapar sin remedio hacía el final del camino los entenderé, pero qué sentido tiene entristecerse con veinte años con ideas preconcebidas sobre el amor y la vida. He dejado de ir también. Alguna vez me planteé salir al escenario y recitar algunos versos que escribí de joven, porque yo también fui como ellos, pero me asusté y seguí dándole pequeños tragos a mi cerveza.

Todos los días voy a comprar el pan y siempre me asalta un recuerdo diferente con Kat. A veces es uno de nuestros interminables paseos por el parque al sur de la ciudad, otras veces nos veo simplemente sentados el uno frente al otro hablando de cine, música o de la vida. Hay veces que recuerdo esos silencios que precedían a una discusión. Discusiones banales sobre no haber tirado la basura o no haber limpiado los platos. A la media hora nos reíamos de haber perdido el tiempo en disputas fútiles. Alguna vez recuerdo la gran discusión que tuve con Kat. Aquel día venían unos amigos suyos a cenar a casa a los que yo no soportaba. Se lo dije demasiado abiertamente, y ella se enfadó de veras. Me dijo que a ella tampoco le gustaba que a veces viniera tarde del trabajo por irme con los compañeros de ruta de baretos de mala muerte. También me dijo que no estaba segura de que si en lugar de irme con los compañeros, le estaba siendo infiel con alguna fulana. Eso me enervó y me marché sin decir una palabra más dando un portazo. Di un paseo, volví a casa, nos abrazamos, Kat canceló la visita de sus amigos y así pasamos el resto de la noche. No había huracán, terremoto o torbellino que fuese a derrumbar nuestro matrimonio, y eso lo sabíamos.

Cargo desde hace unos meses con una bombona de oxígeno; mis pulmones han decidido dejar de funcionar de forma autónoma. Las cajetillas de tabaco que antes volaban en menos de un día, ahora están puestas en una estantería a modo de trofeo. Las colecciono. A veces quiero coger un cigarrillo, ponerme una canción de Dylan, desconectar la bombona y ver qué pasa. Contemplar el final de mi vida desde un lugar privilegiado. Pero aún le tengo demasiado aprecio a la presencia terrenal y como nadie sabe qué hay después, yo aún no quiero saberlo tampoco.

De vez en cuando viene alguno de mis hijos a visitarme. Se lo agradezco, pero lo hacen por compromiso. Me quieren, lo sé, pero el pegamento que nos unía era Kat, y eso también lo sé.

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