Lágrimas en el desierto

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Johann estaba en una especie de duermevela. Tenía la cabeza ladeada, contemplando el titileo incesante de la farola que se veía desde su ventana. Si aguzaba el oído, lo podía escuchar ya que tenía la ventana entreabierta. Era pleno invierno, pero le gustaba sentir ese contraste entre el frío del exterior y el calor que proporcionaba la calefacción en su interior. Ese parpadeo de la farola le relajaba. De alguna manera, para él era una farola singular, imperfecta, pero diferente; como las personas que merecen la pena, pensaba Johann. Sin embargo esa noche, estaba inquieto y no conseguía conciliar el sueño por completo. Su mente estaba en el vuelo que cogería en unas horas hacia la otra punta del planeta, para realizar un viaje que le reconciliase consigo mismo. Era un viaje de purificación y reflexión, les decía a sus amigos. Desde que Sarah lo dejase, la vida de Johann había dado un giro drástico. La barba siempre pulcramente afeitada, había pasado a ser una barba descuidada, el pelo había crecido y la barriga amenazaba con hacerlo, pero Johann había dicho basta.

Con los ahorros que le había dejado su madre en la herencia después de fallecer, había decidido hacer una travesía; un gran viaje. Eso era lo que ella habría querido, así que en unas horas estaría sobrevolando ciudades y mares para llegar al corazón de África. Su viaje de redención cada vez estaba más cerca, mientras Johann seguía contemplando la incansable farola.

Decidió comer algo antes de salir al aeropuerto. No le gustaba la comida que ponían allí. Se preparó un sándwich y salió. Miró a la puerta de su pequeño apartamento antes de entrar en el ascensor. Sería la última vez que vería esa puerta en mucho tiempo. No quería llamar a aquel viaje, un viaje de misión. Él respetaba mucho a los misioneros y su función y él no sabía si estaría a la altura. Tenía miedo y ganas al mismo tiempo. Cuando montó en el avión una especie de hormigueo recorrió su espalda. Se le pasó por la cabeza bajarse y acabar con aquella idea tan precipitada, pero se mantuvo firme en el asiento. El clima era totalmente extraño para él, al igual que las costumbres y ya tocaba arriesgarse. Pondría muchas fotos en sus redes, para que Sarah viese que si era un hombre de grandes aventuras, y que afrontaba nuevos retos.

Cuando aterrizaron lo estaba esperando un señor, que debía ser el cura de la misión y su ayudante, quien cargó con una de las maletas. La blanca piel de Johann destacaba en aquel ambiente y no podía evitar sentirse el centro de atención. –Nos alegramos mucho de que hayas venido. Cuantas más manos que sirvan de ayuda, mejor, dijo el cura. Después le dijo que se llamaba Felipe. Hablaba un perfecto inglés. Le comentó que estaban construyendo una escuela nueva, ya que la antigua se había quedado pequeña para todos los niños y adolescentes que querían estudiar.

Johann miraba por la ventanilla del coche, mientras observaba lo poco asfaltado de las calles de Turkana, que era el lugar donde se asentaba la misión. La gente iba y venía esquivando los pocos coches que circulaban por las calles principales. Cuando llegaron a su destino, el cura Felipe le indicó donde estaba su habitación, que tenía que compartir con el ayudante que antes había cogido una de sus maletas. Miró todo lo que se había llevado, y de repente todo le pareció banal e innecesario en aquel sitio. Sus maletas, toda su ropa. Decidió guardar la maleta más grande debajo de la cama y solo sacarla en caso de emergencia.

Al día siguiente empezaron las tareas típicas de allí. Acudió a un par de misas por la mañana. Después le contaron la situación con otras tribus. Ahora todo estaba relativamente tranquilo. Ese año había llovido y los conflictos por comida con la tribu más cercana eran residuales. Gracias a eso podía centrarse más en las tareas propias de la misión y empezando nuevas construcciones, como la escuela o un especie de centro de primeros auxilios, para no tener que ir a la ciudad por pequeñas cosas, si no era necesario. Johann se fijó en todos los niños y la alegría que desprendían. Hacía mucho que no sentía esa alegría. Miró a una niña. Tenía un halo especial. Johann volvió su vista hacia todos los demás y en su mirada tenían esa especie de expresión de quien ha vivido más de lo que debería, sin embargo aquella niña ataviada con numerosos collares alrededor del cuello, tenía una mirada limpia, con esa inocencia que conmovía el corazón. Johann contempló como jugaba con los demás niños. Tal vez había vivido lo mismo que los demás pero sus ojos conservaban un aura de ingenuidad que a Johann le recordó a su infancia y las carreras con su hermano.

La escuela estaba empezando a coger forma, el centro de primeros auxilios, cada vez era más parecido a lo que tenía en mente el padre Felipe. Johann llevaba casi tres semanas allí, y le quedaba poco menos de una para marcharse. Había descubierto facetas suyas que desconocía. Los niños lo adoraban; se inventaba juegos casi a diario, muchos de ellos desconocidos para aquellos chicos que tenían una eterna sonrisa, sin embargo había notado que la mirada de aquella niña que fascinaba a Johann se había enturbiado. A veces no quería jugar, otras estaba ausente y taciturna. Johann le preguntó un par de veces, pero parecía no escucharla. Los días pasaban y Johann cada vez se iba concienciando más de su vuelta a casa. Una de sus últimas noches se despertó hacia las cuatro de la mañana. La cama de su compañero de habitación estaba vacía. Se levantó de la cama y se dispuso a dar una vuelta, para ver si podía conciliar el sueño después de dar un paseo. Además, a esas horas contrastaba la calma que reinaba en el campamento frente a la algarabía que había por las mañanas. La noche era maravillosa. Se veían todas las estrellas; sabía que no era muy seguro salir en esos momentos al exterior del campamento, pero tenía que aprovechar uno de sus últimos días allí.

Cuando estaba terminando de dar su paseo, notó un movimiento en unos matorrales cercanos. Al principio pensó que era un animal, pero después cuando centró su oído empezó a escuchar una especie de gritos ahogados. Johann iba desarmado, a excepción de una pequeña navaja que llevaba en el bolsillo trasero. Cuando se abrió entre los matorrales contempló horrorizado como la niña con mirada inocente tenía la falda levantada y su compañero de habitación tenía los pantalones bajados. Johann no lo dudó y arremetió contra él. Escuchó los pasitos de la niña escapando de allí. Pensó en sacar la navaja y acabar con la vida de aquel miserable, pero solo le dio una paliza hasta dejarlo casi inconsciente. La rabia le cegaba. Cuando se levantó de allí quiso despertar a todo el mundo, pero se abstuvo. Hizo su maleta, cogió su otra maleta y se marchó de allí sin rumbo. Esperó a que amaneciese en las afueras del campamento. Notó una presencia a su espalda, y se giró en posición defensiva. Era el padre Felipe. -¿Dónde vas Johann?, Tu vuelo no sale hasta mañana, lo sabes, ¿no?, dijo el cura conciliadoramente. –No quiero seguir aquí. He contemplado como se le puede quitar la inocencia a una niña, y ha sido demasiado para mí. Espero haber servido de ayuda estas semanas y les deseo toda la suerte del mundo, pero vigile a quien tiene a su cargo, respondió Johann intentando evitar las lágrimas al evocar tal recuerdo. –Lo sé Johann, ese hombre ya no pertenece a la misión. Se ha marchado, bueno, se lo han llevado, porque no estaba en plenitud de condiciones. Haz lo que quieras Johann. Si quieres irte a la ciudad, te entenderé. Lo que has visto, es duro para cualquier ser humano con un mínimo de sentimientos; yo mismo avisaré a dos de los chicos para que te lleven a la ciudad y puedas pasar tu último día en el hotel de allí, finalizó el padre. –No era consciente de lo que estaba haciendo en ese momento Padre, y lo siento, pero sí, me podría hacer el favor de avisar a dos de sus chicos.

-Claro, aunque si se queda, la niña a la que ayer salvó de aquel hombre, se lo agradecería. Es un héroe para ella. Hágase un favor e intente aprovechar su último día. Es un ambiente terrible. Aún queda mucho camino por recorrer, pero hacemos lo que podemos, y poco a poco vamos consiguiendo nuestros objetivos.

Johann se quedó pensativo, pero decidió volver. La niña estaba esperándole en un bordillo. Le abrazó en cuanto le vio. Johann lloró y ella también. Durante todo el día estuvo con ella, y ella lo agradeció. Se despidieron y Johann se giró para mirar por última vez la escuela, el lugar donde dormía y el centro de primeros auxilios, mientras montaba en el coche que lo llevaría al aeropuerto. Se despidió del padre Felipe, y montó en ese avión de vuelta a casa. No sabía porque pero tenía la corazonada de que Sarah estaría esperándolo en la puerta, por ello se decepcionó cuando no la vio. Ahora la necesitaba. Se daba cuenta de que no se había hecho casi fotos, pero nada de eso importaba. Todas aquellas cosas que antes le parecían importantes, ahora carecían de empaque. Todo era superfluo.

Cuando aquella noche se fue a la cama, bajó la persiana y cerró la ventana. Aquel parpadeo de la farola le recordaba al de la niña, de la cual no sabía su nombre, y no lo soportaba. Cerró los ojos con fuerza, intentando sumirse en un profundo sueño. Pensó en lo que dicen unos ojos, una mirada. Tal vez por eso se enamoró de Sarah. Ella también lo decía todo con los ojos. Sollozó hasta quedarse dormido.

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