¿Mi oasis?

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-¿Quieres apagar la radio de una puñetera vez? ¿Quién usa la radio en pleno siglo XXI?- se quejaba mi madre desde el salón de mi casa mientras intentaba cuadrar cuentas después de que hubiesen despedido a mi padre de la empresa de gestión de residuos más grande del país. Bajé el volumen de la música y seguí con lo mío. Es decir, nada. Tumbado en la cama, mirando el techo donde un día mi amigo Joe y yo escribimos el nombre de nuestro cantante favorito. Habían pasado ya dos años de aquello y parecía que me separase un abismo de esos recuerdos. La muerte de Joe en un accidente, mientras conducía un coche que no era suyo y sin tener ni siquiera el permiso para hacerlo, me afectó. Me afectó de veras. Estuve meses sin estar con nadie. Corté con mi novia Layla, no me afeité ni me corté el pelo. Cuando un día decidí que ya había sido suficiente duelo por Joe, y que él no querría esto para mi, levanté la vista, me miré en el espejo y me sentí una especie de náufrago vital. Después de eso, las cosas no fueron tan bien como esperaba a pesar de mi cambio de actitud ante la vida. Era tarde para recuperar el curso, así que me quité ese año del instituto, esperé al curso siguiente y mientras estuve ayudando a mi madre en su trabajo de contable, en la misma empresa que había decidido que mi padre ya era prescindible.

Empecé a ver películas y a leer libros y algunos cómics como nunca lo había hecho. Me di cuenta de que había nacido en la época equivocada después de ver los filmes de los gángsteres de los cincuenta. En uno de esos meses vacíos decidí sacarme el carnet de coche y pronto descubrí que era una de las mejores decisiones de mi vida. Al principio siempre iba acompañado por uno de mis padres pero pronto me dejaron más libertad y había acabado siendo mi principal pasatiempo y gasto. A veces le digo a mi madre que salgo con unos amigos y me voy con mi pequeño Mini Cooper a Sunset Strip y contemplo las luces de neón, la gente despreocupada y los porteros con pinta de boxeadores venidos a menos. Había veces que me miraban con curiosidad cuando veían a un chico dentro de un Mini parado en mitad de la calle, pero ese era el único contacto que tenía con esas personas.

No me consideraba un mal hijo. No bebía y solo fumaba de vez en cuando. Aprovechaba los momentos en los que mi padre dejaba su paquete perdido por la casa y cogía un cigarrillo. Yo creo que él lo sabía, pero le daba igual. Siempre decía que hacer lo que hacen tus mayores es algo bueno. Supongo que no me decía nada para no desmontar su teoría. Tampoco salía mucho. Solo cuando Layla me insistía tanto que yo no podía negarme. Seguíamos enamorados el uno del otro, pero sabíamos que nuestro momento había pasado.

Solo los ratos en los que mi mente sobrevolaba otras historias e imaginaba otras vidas era capaz de olvidar mis demonios internos. Ya llegaba el calor primaveral y las calles estaban más animadas. Había más gente en Sunset por las noches cuando pasaba con mi Mini. Hace poco le propuse a Layla que conociésemos a otra gente y la llevé a uno de esos locales con música excesivamente alta y gente excesivamente borracha. Nos aburrimos tanto que a la hora nos fuimos. Dejé a Layla en su casa y seguí mi camino hasta casa. Me fijé en un bar en el que nunca había reparado antes y decidí dejar el coche cerca y pasar.

El ambiente era maravilloso. Música reggae y gente riendo mientras charlaba animosamente. La camarera posó su vista en mi y me indicó que me acercara. Por un momento dudé y pensé que era tarde, pero finalmente cuando eché otro vistazo al lugar dije que tal vez sería una oportunidad única y tal vez todo era un espejismo o un sueño.

Me puse delante de la barra y la camarera me dijo que qué quería tomar. Vi a todo el mundo con jarras de cerveza y decidí pedir una pese a que no fuera algo que soliese beber. La camarera descubrió que era un buen oyente de historias y empezó a contarme las vidas de algunas personas que poblaban el bar. Supongo que el alcohol que poblaba sus venas ayudaba a que su lengua decidiese soltarse con ese joven chico solitario. –Mira chico, mira a ese viejo que está apoyado en la barra. Este bar es como su residencia de mayores. Sus hijos decidieron echarlo de casa y le alquilaron una habitación allí en lo alto de la colina. En un motel de mala muerte hasta que terminaran los trámites para meterlo en una residencia de verdad. El viejo se negó y por suerte se topó con este lugar. Vive aquí y supongo que no es feliz pero somos su oasis de cerveza particular-. Asentí solemnemente. Un oasis, claro. Eso era lo que era ese lugar para sus habitantes temporales. Para aquellos obreros cansados de un duro día, o para aquellos abogados después de haber defendido casos indefendibles. Ella prosiguió, -¿Cómo te llamas chico? Bueno, es igual. Supongo que todos tenemos un nombre, pero aquí todos somos amigos sin necesidad de saberlo. Mira a esa chica joven también de tu edad. Siempre pide un mosto y pasa horas dándole vueltas hasta que se deshacen los hielos. Dicen que es huérfana. Otros dicen que rara simplemente. Algunos la miran demasiado y yo los espanto. No quiero que nadie la moleste, aunque a ti te doy permiso para hablarle, chico. Yo creo que necesita compañía-. Miré el reloj y decidí que le hablaría en otra ocasión. Me terminé la cerveza, quise pagar, pero la camarera se negó a cobrarme. Me despedí y prometí que volvería. Me dijo que ella me estaría esperando al tiempo que me guiñaba torpemente un ojo.

Cerré la puerta del bar, y cuando estaba llegando al coche me sorprendí a mi mismo cuando rompí a llorar. –Un oasis joder, un oasis es lo que necesito. ¿Cuál es mi oasis?-. Mientras lloraba empezó a llover y mis lágrimas se confundieron con el aguacero. Entré en el coche y arranqué. 

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