IX

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La Noche De Eva


I
La Discoteca

Las luces de la discoteca cegaban aquella rubia bailando entre la gente en medio de la pista. Le encantaba la música, amaba la música. Y era la única que llamaba la atención por su forma tan perfecta de moverse. Ella siempre iba hacer una hermosa mujer para cualquier hombre que estuviese a menos de seis metros de distancia. Quizá también para quienes estuvieran más allá de los seis metros.

—¿Puedo invitarte un trago? —preguntó un hombre de cabello corto, alto y corpulento. Uno de esos Don Juan que hay en toda discoteca.

—Claro que puedes brindarme un trago—contestó la rubia perfectamente delicada, delgada y de ojos claros que resplandecían con las luces de neón de la discoteca—. El problema es que yo te lo reciba.

—Vaya, que carácter —replicó el corpulento hombre que empezó a bailar alrededor de la hermosa rubia, que cuando se movía, su cabello golpeaba con los hombros en un ritmo totalmente armónico con el resto de su cuerpo—. ¿Al menos me dejaras saber tu nombre?

—Bueno, siempre he sido muy cortes —dijo aquella hermosa mujer sonriendo y cerrando los ojos—. Me llamo Eva.

—Mucho gusto Eva, me llamo Mauricio —le sonrió con picardía, pero no se dio cuenta que Eva, aquella rubia con blusa negra de tiras, un jean roto, y tacones, no le prestaba atención y continuaba bailando con los ojos cerrados.

—Disculpa. ¿Qué has dicho? —dijo con sátira la hermosa joven.

Aquel hombre se fastidió por el tono que uso la mujer y la fulminó con la mirada.

—Te crees el centro del universo porque es muy linda. Las viejas como usted son un montón de mocosas huecas —reprochó el hombre con la voz cargada de ira.

—Y los tipos como tú, creen conocer a las mujeres —dijo con la voz tan calmada que aquel hombre, Mauricio, se enfadó más—. La gente como tú no deja de ser tan troglodita —le sonrió y continuó hablando con amabilidad—. Te daré un consejo: para acercarse a una mujer no se necesita de clichés baratos, más bien se necesita sólo un poco más de personalidad.

La música siguió a todo ritmo, Mauricio, el hombre alto y corpulento, el Don Juan, se retiró con la mirada fría y apretando la mandíbula. Hoy, le tocaría acostumbrarse al rechazo.

Eva, un poco cansada de la noche, de la fiesta, y del ruido, decidió salir a tomar aire y fumarse un cigarrillo. Se despidió de sus amigas y salió de la discoteca danzando como sólo ella lo sabía hacer cuando caminaba.

II
Rastros

Eva había abordado un taxi, pero no se bajó en su casa. Decidió quedarse un rato en el parque donde hace semanas había conocido a un joven algo introvertido, profundo, sincero y algo trastornado. No por ello, dejaba de ser un hombre interesante y apasionante.

Se sentó en una de las sillas del parque, se recostó. Sacó de su bolso media cajetilla de cigarrillos y encendió uno. Ni siquiera cuando fumaba perdía encanto. Su boca pintada de un rojo intenso cuando tocaba la colilla del cigarrillo —que más que hacerla ver como una puta, la hacía ver como una mujer incomparable—, se convertía en una experiencia más de su belleza. Y el humo, cuando salía de su boca, era como un hilo de plata que decoraba sus resplandecientes ojos, uniformes con su nariz y su hermosa sonrisa.

Acabó el primero, encendió el segundo. Se acomodó en la silla, fumó cinco minutos y empezó a sentir que extrañaba aquel joven. Quería conversar con él, conversar de la estúpida poesía como él llamaba a tan esplendido arte. Incluso, sentía que deseaba besarlo de nuevo. Aquel joven tenía lo que en otros hombres no encontraba, personalidad mezclada con picardía e inteligencia.

Se levantó, recordaba el camino que habían tomado a su casa. Y no era muy lejos del parque. Decidida, dejó caer el cigarrillo en el suelo y lo piso con uno de los tacones. Sonrió. Se organizó la blusa, y empezó a danzar por el camino que había memorizado. Estaba yendo impulsivamente a casa de Facundo, después de varias semanas de haberlo dejado en la cama totalmente caliente pero sonriente.

«No era el momento —se justificó cuando recordó el acontecimiento—. Quizá, hoy sea el momento». Se animó.

III
Volviendo a la vieja casa

Estaba llegando a la casa blanca que recordaba, no era tan grande como la suya. Eva era hija de un padre pianista y una madre médica, y su casa, era tres veces la casa de Facundo. Aun así, la casa de Facundo era muchísimo más acogedora. O quizá era el hecho de que Facundo viviese en ella, lo que la hacía terriblemente acogedor.

Antes de que Eva pudiese llegar al frente de la casa, la puerta de madera se abrió y salió una mujer de allí con pasos seguros y una sonrisa que abarcaba su rostro. Además de poseer una hermosa sonrisa, tenía el cabello castaño, los ojos miel, estaba bronceada, bastante bronceada, tenía un cuerpo no muy exuberante, pero unos senos proporcionales a sus enormes piernas; era linda. Pero en contraste, era totalmente diferente a ella, se preguntó si en personalidad, también lo sería.

Se quedó de píe observando. Quizá esa mujer fuese la hermana, la prima, la mejor amiga o algo. Pero entonces corroboro quien era aquella mujer:

Facundo salió detrás de la mujer cerrando la puerta de madera tras él y cuando le dio alcancé, la tomó de la mano. Era esa mujer el trastorno que él tenía. ¿Y cómo lo sabía?, Eva distinguía la felicidad que brillaban en los ojos miel claros del joven que nunca podía hablar de su relación pasada. Se sorprendió sonriendo ella también. Compartía su felicidad. La felicidad que era evidente en ese joven caucásico de cabello liso y oscuro.

IV 
Sensualidad

Facundo giró la cabeza instintivamente y contempló con cara de sorpresa aquella rubia; aquel rubio cabello era alborotado por las corrientes frías de aire de la noche; llevaba puesta una blusa negra de tiras, un jean roto y tacones. Era hermosa, era perfecta. Estaba mucho más hermosa de lo que recordaba.

Sus ojos azules, lo miraban.

La hermosa mujer le sonrió, y él le devolvió la sonrisa. La otra mujer que acompañaba a Facundo no se daba cuenta de lo que pasaba.

V
Un inesperado final

Eva tragó saliva, y se despidió moviendo las manos cuando Facundo tuvo contacto directo con sus ojos. Dio media vuelta, encendió otro cigarrillo y caminó en la misma dirección por la que había llegado, esta vez fumando; dejando tras de sí, un rastro de humo.

«No, hoy tampoco es el momento» se dijo, y volvió a sonreír dejando ver su dentadura alineada y blanca.

Transparente.

Sincera.

La más HERMOSA de las mujeresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora