XII

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Miedos


La mano derecha de Eva golpeó mi mejilla con tanta fuerza, que podía sentir todos los años de resentimiento y frustración. Sus ojos azules destallaban un cielo vivo, me miraban fijamente. No titubeaban, ni antes, ni después de haberme abofeteado. De pronto, su amiga no importaba. No existía allí. No estaba. Sólo éramos ella y yo en medio de una calle del sur de la ciudad con los faroles de los carros pasar por nuestro lado.

Estaba a punto de decirle todo lo que llevaba dentro, lo bueno, lo malo, lo emocionado que estaba de verla de nuevo cuando un vehículo me interrumpió pasando muy cerca de nosotros.

—Eso es mami. Dale más duro a ese idiota —gritó un hombre desde la ventanilla trasera del carro.

«¡Idiota!» pensé.

Sonreí con soberbia. Y siguieron una secuencia de malas decisiones. No entendía muy bien porque actuaba de esa manera en ese momento, pero era un impulso, y hace muchos años esa era mi filosofía de vida. Convertir mis impulsos en hechos. Así había logrado sobrellevar la soledad y mantenerme un poco de motivación para encontrar esa persona que le diera la emoción que perdió mi vida.

Sí, no debí haberlo hecho.

Le arrebaté de las manos a la chica de cabello negro la botella de Ron y se la arrojé a los hombres del carro. La botella se quebró en mil pedazos en el bumper trasero. El carro frenó en seco. Tres hombres bien vestidos se bajaron. Uno de ellos tenía una camisa blanca muy ajustada que dejaba verle los pectorales, el otro era un negro y bueno, no recuerdo si quiera como se veía el tercero. Dos de ellos ignoraron a las chicas y corrieron justo a donde estaba. Me atinaron varios puñetazos en la cara. Caí al suelo con sangre deslizándose por mis labios.

«Demonios» susurré mientras intentaba incorporarme, pero otro golpe en el ojo izquierdo me tumbo de nuevo. No entendía lo que los hombres gritaban, algunos impropios. Tonterías. Mi mirada estaba fija en Eva detrás de ellos. Esa hermosa mujer sólo miraba la escena con indiferencia, su amiga de tanto, parecía un poco más escandalizada. Veía la inseguridad de socorrerme o no, en la forma en que se movía.

Sentí otra patada en las costillas.

«Mierda». Qué estaba pasando conmigo. Me desconocía totalmente. En medio de la paliza tuve un momento de lucidez: Ella, era la emoción que siempre quise.

—Eva... espera —susurré mientras sentía como todo el cuerpo me dolía. La vista se me nubló y de pronto todo desapareció a mí alrededor.

La más HERMOSA de las mujeresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora