Las familias de Vernon y SeungKwan disfrutaban juntarse cada domingo a almorzar, pero ellos no se llevaban precisamente bien y una rana de peluche lo empeora todo. Sin embargo, el destino es testarudo y los reúne años después para revertir la situac...
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Nada mejoró con el pasar del tiempo.
Aquel episodio con la rana de peluche marcó un antes y un después, ya que desde ese momento las visitas de la familia Boo ya no fueron recurrentes y lentamente se convirtieron en un vestigio del pasado. Los domingos de almuerzos compartidos ya no se repitieron y yo no volví a ver a SeungKwan.
Meses más tarde, me enteré que se habían mudado a la casa de su abuela, al oeste de la ciudad, y frente al dúplex que habían ocupado, colocaron un cartel enorme que decía «Propiedad en venta».
Me sentí tan culpable, a pesar de haberle pedido disculpas y recibir mi merecido castigo, pero los años pasaron y se encargaron de sepultar temporalmente ese sentimiento, transformándolo en algo así como resentimiento justificado. Porque si vamos al caso SeungKwan fue el que me dañó primero al despreciar mi amistad.
El niño de diez años que había tenido un pequeño desliz al atacar a una indefensa rana de peluche, quedó atrás, y se transformó en un adolescente extrovertido y comprometido con su sueño de convertirse en un aclamado director cinematográfico.
Así es. Esa era mi gran aspiración y anhelaba transformarme en el próximo Steven Spielberg. Sin embargo, tenía mucho camino por delante. Recién iniciaba en el instituto y, para variar, ni en mil años hubiera sospechado que escucharía aquel nombre en mi propio salón de clases.
—¿Boo SeungKwan? —Llamó la profesora con la lista de los alumnos en su poder.
—Presente. —Contestó el susodicho, y sin disimulo volteé hacía atrás en dirección a los bancos finales.
Cielos. Allí estaba. Cómo no recordar aquellas generosas mejillas.
«¿Eso significaba que seríamos compañeros de clases durante tres años consecutivos?»
