4 Amanda

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Amanda tiene 25 años. A su temprana edad no conoce nada que no se parezca al éxito. Desde muy pequeña fue entrenada mentalmente por su papá para ser una ganadora. «Si vas a hacer algo, hazlo bien», «todo se puede» y muchas otras frases dignas de un «ganador», le fueron administradas en la misma dosis que cada biberón de leche y cada papilla.

Como resultado Amanda fue una niña ejemplar, una estudiante destacada y una deportista nata que coleccionaba medallas de oro sin importar cual fuese la disciplina en la que decidiera competir. Además de todo: bien portada, organizada hasta el tuétano y siempre amable con su prójimo. Sin saberlo, Amanda se convirtió en la envidia de todas las familias que rodeaban a la suya. «Deberías ser más como tu prima Amanda», «deberías ser más como tu amiguita Amanda», «deberías ser más como la vecinita Amanda», era lo que otros niños de su edad escuchaban hasta el hartazgo.

Amanda se graduó como primera en su clase los tres años de secundaria y los tres del bachillerato. De la universidad, se graduó como mejor promedio de la generación entera.

En el último año de la carrera, Amanda consiguió un puesto para hacer sus prácticas profesionales en el despacho «Vargas, Ocampo y Asociados, S.C.», lugar en el que posteriormente se ganó un puesto permanente. Trabajando de tiempo completo para el despacho, se inscribió para estudiar la maestría en ciencias penales, de la que se graduó con honores y con novio.

Digna hija de su padre, el malabarismo era uno de sus dones más pulidos, razón por la cual nunca le hizo falta tiempo para trabajar ni para estudiar ni para ver a Roberto; para Amanda, cada aspecto de su vida tenía su espacio y momento, cada cosa tenía su porcentaje de importancia y basándose en ello elaboraba sus horarios.

Amanda —digna de ser amada— llevaba en el nombre la penitencia pues hubo incluso quien se enamoró de ella con sólo mirarla. La historia de su nombre, sin embargo, era la personificación de la venganza. Su papá era yucateco de ascendencia libanesa; su mamá, una regia de hueso colorado. El día en que Amanda nació, la abuela materna le pidió al padre de la criatura que no le pusiera un nombre árabe. Haciendo caso omiso a la petición de su suegra, don Anuar convenció a su mujer y la niña fue registrada con el nombre de: Aïcha Manzur Figueroa. La abuela, rencorosa como sólo ella podía llegar a ser, comenzó a decirle Amanda a modo de desquite. Desde muy pequeña ella se acostumbró tanto al nombre Amanda, que así era como se presentaba con todos, convirtiendo a su papá en la única persona que se dirigía a ella como Aïcha.

A ella en lo personal, siempre le gustó más cómo sonaba Amanda; le gustaba cómo sonaba en la voz de Roberto, y en especial le gustó aquella noche en que él comenzó su discurso diciendo: «Amanda» para proseguir con: "¿Me harías el honor de casarte conmigo?» al tiempo que le mostraba un ostentoso anillo de platino con tres diamantes «Miranda».

Aquella había sido la noche más perfecta de su vida; al día siguiente, nada le salía bien. El café de la mañana acabó derramado sobre su traje sastre, el tacón del zapato derecho se le rompió al salir de casa, y el veredicto en el juzgado fue —por primera vez— dictaminado en contra de su cliente.

Todo aquello sucedió antes del mediodía, pero la tarde también tuvo su cantidad de sorpresas: el auto se le descompuso cuando se dirigía a comer con Roberto, la grúa tardó una hora en llegar y en la agencia no supieron darle un diagnóstico seguro; había un manojo de posibles explicaciones para el desperfecto. Con el estómago vacío y el estrés hasta el cuello, tomó un taxi hacia la oficina. El taxista —al intentar tomar un atajo— terminó estrellándose contra un igual en una de las diminutas y enmarañadas calles con nombre de frutas, que corrían en las cercanías de la avenida Nader, donde estaba ubicado su despacho.

Cuando logró recuperarse del susto y bajar del taxi, Amanda miró la hora, eran casi las cuatro. Al levantar la vista y caer en cuenta de la intensidad del golpe que habían sufrido, Amanda se llevó las manos a la cara, a los brazos y a las costillas. No había sufrido lesión alguna a pesar de que el frente del taxi estaba destrozado; pagó su viaje y salió corriendo. Sólo tenía que atravesar el «Parque Cereza» para llegar a su oficina, pero como había ido su día hasta ese momento, aquellos cuatrocientos metros pintaban como un infierno de posibilidades.

Persiguiendo espejismosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora