20 Celeste

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La preparatoria fue una de las épocas más difíciles en la vida de Celeste, pero también la que más disfrutó y la toda su vida adulta soñó con repetir. Celeste, como la mayoría de la gente, venía de una familia rota. Su papá era un alcohólico incurable; su mamá, aún peor. Ambos parecían poseer alguna clase de inmunidad a programas de recuperación y rehabilitación. «Alcohólicos Anónimos», «Oceánica» y la congregación de Cristianos de su comunidad habían fracasado rotundamente en sus respectivos intentos de sacarlos del vicio.

Cuando estaban de buenas, don Marco Antonio y doña Josefina, se amaban con locura, con lujuria y sin vergüenza; tan era así, que nunca sufrieron empacho en demostrar su pasión desbordante frente a sus cinco hijos. Cuando estaban de buenas, don Marco Antonio y doña Josefina eran divertidos, bromistas, relajados y aquello se contagiaba a cada uno de los chamacos y se regaba por cada rincón de la casa; pero era también cuando estaban de buenas, que don Marco Antonio y doña Josefina decidían ponerse a beber juntos y entonces se borraban las sonrisas de los rostros de sus hijos.

La historia era siempre la misma: El primer cartón de 24 cervezas se iba rápido entre canciones de Juan Gabriel, Rafael y Armando Manzanero. Esos eran los momentos más románticos y en los que cachondos se ponían, importándoles menos que nunca que sus retoños estuviesen en la misma mesa que ellos, o a unos cuantos metros de distancia, viendo la televisión en la sala.

Con las primeras cervezas del segundo cartón, venían los recuerdos de juventud. Los «si tu mamá me hubiera apoyado, ahora tendríamos una flota de taxis», los «si tu papá no hubiera sido tan celoso, yo hubiera estudiado la universidad y tendría un trabajo en lugar de ser una simple ama de casa», narrados a quien más cerca se encontrara, entre risas forzadas, intentando esconder la frustración acumulada durante dos décadas. A la mitad del segundo cartón comenzaban las escenas de celos por asuntos o insinuaciones de 10 o 15 años atrás. Más o menos por ahí comenzaban las canciones de Vicente Fernández y Paquita la del barrio, y con ellos venían los reclamos cantados con voz aguardentosa.

Cuando llegaba el final de ese segundo cartón, comenzaban los gritos sin censura, el lanzamiento de platos y los golpes a mano limpia. Don Marco Antonio siempre aprovechó bien el largo y ondulado cabello de doña Josefina; nunca tuvo reservas para enredar sus dedos y tirar de él con todas sus fuerzas hasta estrellar la cara de su esposa contra la mesa, la pared o el piso, lo que estuviese más cerca. Doña Josefina, por su parte, siempre conoció sus posibilidades, así que no ponía resistencia de principio, pero cuando la pelea parecía perdida, soltaba una patada certera a los testículos de su marido. Ya golpeados y cansados, doña Josefina con un ojo morado o con la nariz ensangrentada, y don Marco Antonio con las manos en la entrepierna, ambos se tranquilizaban, no sin antes decirse dos que tres ofensas más.

Celeste y sus hermanos estaban tan acostumbrados a esa dinámica, que desde el inicio del segundo cartón de cervezas comenzaban a dispersarse, dejando sala y el comedor vacíos poco a poco. Para la mitad del cartón, ya estaban todos refugiados en el cuarto de Reinaldo, el mayor. Él ponía siempre la misma película para los dos más pequeños, pero los cinco se sentaban a verla como si nunca antes lo hubieran hecho.

Reinaldo siempre se acercaba a Celeste a la mitad de la película, cuando comenzaba la parte triste, y la abrazaba. Celeste no lloraba; nunca. Aún con el ruido de la vajilla entera estrellándose por toda la casa; aun cuando identificaba claramente el sonido que provocaba la cabeza de su mamá al impactarse contra el concreto. Aquella dinámica se había convertido ya en una rutina dominical que a veces sufría una que otra variante, como una parada en el hospital para enmendar un párpado de doña Josefina o extraer algún pedazo de cerámica del brazo de don Marco Antonio.

Aun así, cada lunes a las seis con cincuenta de la mañana, Celeste llegaba con una enorme sonrisa a la escuela, como si su fin de semana hubiese sido el mejor. Celeste amaba la escuela más que ninguna otra cosa en el mundo. No porque le gustase aprender ni porque disfrutase de escuchar a profesores que no tenían la menor idea de lo que estaban hablando, sino porque era el pretexto perfecto para salir todos los días muy temprano de su casa y no tener que regresar hasta ya bien entrada la tarde.

Persiguiendo espejismosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora