16 Ángel

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Ángel tenía 11 años cuando recibió su primer beso; cursaba el primer grado de secundaria y por aquellos días su mente estaba demasiado ocupada con caricaturas, figuras ensamblables de dinosaurios y juegos de video, como para darle alguna importancia a las niñas y a los asuntos del corazón.

Ese día —aquel en que todo cambiaría y su cabeza se olvidaría para siempre de los dinosaurios— fue un sábado. Carlos, su mejor amigo, lo había invitado a su fiesta de cumpleaños. La casa de su amigo estaba adornada con globos, serpentinas y unas letras en papel de colores que decían "feliz cumpleaños, Carlitos".

Después de romper la piñata, comenzó el show de «Chistorín», el payaso local; mientras los niños se reían con los diálogos entre él y su marioneta, la mamá de Carlitos repartió platos de plástico con una rebanada de pastel, un poco de espagueti en salsa de tomate y un tamal.

Más tarde, cuando solamente quedaban seis amigos de Carlitos, los adultos comenzaron su fiesta. El papá de Carlitos colocó una botella de tequila en la mesa; su tío, dos cajetillas de cigarros. Los niños mudaron entonces su entretenimiento after-hours a la habitación de Carlitos. Tres varones y cuatro niñas, todos en edad preadolescente, no tardaron demasiado en concluir que lo más divertido que podían hacer sería jugar a la botella.

Después de algunas vueltas infructuosas, finalmente llegó aquella por la que Ángel había estado rogando desde el inicio del juego: la que le mandaba directo a la gloria de los labios de Ingrid.

Ingrid, su compañera de salón desde el tercer grado de primaria, aquella con la que había jugado al trompo, a las canicas y a las escondidas incontables veces; Ingrid, la misma que dominaba un balón de soccer mejor que él o que cualquier otro niño que conociera; la misma que toda la vida había considerado como la niña más buena onda de su salón y quizás de la escuela entera; la misma que nunca había asaltado sus pensamientos ni le había causado ninguna impresión especial. Ese día sin embargo, entre las vueltas de la botella y los caprichos del destino, Ángel notó que de las cuatro niñas, ella era la única que le parecía bonita; la única cuyos labios no encontraba repulsivos, la única a la cual no le importaría besar.

A diferencia de las otras niñas, Ingrid no se portó renuente ante la idea de presionar sus labios contra los del coprotagonista de su castigo. Así, sin trámites engorrosos, ambos se pusieron a gatas y avanzaron hacia adelante hasta encontrarse en el centro del círculo. Ingrid sonreía antes del beso, y siguió sonriendo después de él. Ángel supo al instante que aquello tenía que ser amor; aquella suavidad y aquella dulzura, le atormentarían por semanas venideras, y aunque él lo ignoraba en ese momento, ambas se convertirían en protagonistas de sus primeras noches de desvelo y de su etapa de descubrimiento de las necesidades de su cuerpo.

El corazón de Ángel corría presuroso mientras él regresaba a su lugar en el círculo. En su mente, comenzaban a surgir preguntas que nunca antes le parecieron importantes: ¿así serían todos los besos o éste era único por ser suyo y de Ingrid? ¿Sería él el primer beso de ella también? ¿Y si no lo era, eso que implicaba? ¿Sería que ya alguien la había besado mejor que él?

Un rato después, Carlitos propuso que debían ir a la cocina por gaseosas y frituras. Estando a solas con sus dos amigos, Ángel sintió una repentina necesidad de indagar si alguno de ellos tenía posibles respuestas a todas esas preguntas que lo estaban atormentando, pero Carlitos parecía estar demasiado ocupado dirigiendo aquella operación; le dio un paquete de vasos desechables y unas botellas de refrescos para cargar y le indicó a Pedrito que se encargara de llevar todas las bolsas de frituras que encontrara en la mesa del comedor. Ángel se aventuró a confesar sus sospechas de estar irremediablemente enamorado. A Carlitos no pudo importarle menos; justo en ese momento, él estaba demasiado ocupado intentando alcanzar la cajetilla de cigarros que su papá guardaba en la parte más alta de la alacena —aquella cuya existencia ignoraba la mamá de Carlitos—.

Los tres regresaron a la habitación con el botín comestible, más un cigarro y un encendedor. Ángel estaba ansioso por presumir su nivel de implicación en la ejecución de aquel plan, pero Ingrid no estaba en la habitación; y curiosamente tampoco Lupita, la niña que había besado a Pedrito. Después de unos minutos de incertidumbre, mientras los demás se daban a la tarea de encender el cigarro y deducir cómo fumarlo, Ángel se lanzó a la búsqueda de las ausentes.

El baño estaba desocupado, las otras habitaciones estaban en penumbras. Él estaba seguro de que las niñas nunca pasaron por la cocina, por lo cual, no podían haberse marchado. Tremenda fue la sorpresa de Ángel al encontrarlas, juntas, dentro del clóset de la habitación de los papás de Carlitos, dándose un beso que no asemejaba en nada al piquito que Ingrid le había regalado. Así fue como, a menos de 30 minutos de haber conocido el amor, Ángel conoció la traición y sus dolencias.

Con el pasar del tiempo y la acumulación de experiencias, Ángel comenzó a forjarse un exterior duro que repelía infaliblemente a cuanta fémina se atreviera a posar la mirada sobre él.

A Laura la conoció durante el tercer semestre de bachillerato, cuando coincidieron en el club de lectura. La primera vez que la vio, un cosquilleo le perturbó el estómago; uno al que estaba tan desacostumbrado, que los primeros días lo confundió con indigestión. Cuando por fin reconoció los síntomas, recordó las peripecias que habían vivido los personajes de «El sueño de una noche de verano» y decidió que no se dejaría envolver por las garras del pícaro duendecillo que pone jugo de su flor de amor sobre los párpados de quien no debería, creando confusión y caos.

Ángel esperó a conocer un poco mejor a Laura para reunir evidencia que le ayudase a decidir cabalmente si aquello de entregar su corazón era lo más sano para su cordura. No le tomó mucho tiempo descubrir las inclinaciones de su nueva amiga, e incluso, por un breve instante se permitió germinar la curiosa teoría de que su corazón siempre terminaba escogiendo a mujeres que lo único que tenían en común con él, era un interés compartido por las mujeres.

Con aquella segunda mala experiencia, Ángel obtuvo un pretexto fresco que justificase su regreso al resguardo de la armadura que había portado desde los once años. Durante el resto de su adolescencia y su temprana adultez, Ángel se entregó únicamente a relaciones que satisficiesen sus deseos carnales, no más.

Aunque a veces había navegando aguas peligrosamente cercanas a los delgados bordes que dividían lo físico de lo sentimental, a sus treinta y tantos años de edad aún podía presumir de haber salido airoso de todas las batallas amorosas que la vida le había presentado.

El día que el amor por fin lo encontró, no hubo fórmula infalible ni truco secreto ni palabras mágicas que le salvasen de la media docena de flechas cargadas de endorfinas que el querubín le mandó directo al cerebro. Ángel fue a encontrarse con su destino en el lugar que menos hubiera sospechado: en el club nocturno que frecuentaba con sus compañeros de trabajo; mismo en el que Yeseña se quitaba la ropa para ganarse la vida. Ángel encontró irónico que una persona tan calculadora como él, pudiese enamorarse perdidamente de una chica tan ajena a su mundo, a sus letras y a su lógica fría, pero aunque su sentido común y su instinto de supervivencia se empeñaban en decirle que aquel era el peor en la historia de sus errores, no hubo fuerza humana ni sobrenatural que pudiese sacarle a Yeseña de la mente.

Fue así que comenzó una rutina malsana de visitar el club nocturno más veces a la semana que cualquier cliente asiduo, siempre en busca de los pocos minutos que Yeseña le pudiese regalar a cambio de una bebida o un baile. Las noches se le convirtieron en semanas y las semanas en meses; hasta que por fin se animó a invitarla a verse a horas que no le perteneciesen al club. «Una comida, completamente decente», prometió «sin compromisos ni expectativas». Yeseña aceptó la invitación.

Sin un dejo de inseguridad, ella puso lugar y hora, convencida de que él hubiera aceptado aunque ella hubiese escogido el lugar más costoso de la galaxia contigua; Ángel aceptó gustoso, emocionado.

Esa noche, cuando se marchó del club, Ángel llevaba en el rostro la sonrisa que sólo conocen los que han tenido la fortuna de reconocer en su interlocutor, los mismos síntomas que han estado sufriendo a causa del enamoramiento.

Ángel se marchó sin saber que dejaba detrás de sí a una chica que llevaba semanas soñando con esa invitación, con ese arranque de espontaneidad por parte suya. 

Al día siguiente Ángel se enteró que el verdadero nombre de Yeseña, era Mariajosé; descubrió que su sonrisa era aún más bella a plena luz del día y que su sentido del humor era tan ácido como el suyo. Cuando salieron del restaurante, caminaron juntos en silencio.

Ángel tomó la mano de Mariajosé, deseando nunca tener que soltarla; y nunca tuvo que hacerlo. 

Persiguiendo espejismosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora