Prefacio

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Samwell Beane fue un muchacho triste.

En Galloway, los viajeros comenzaban a desaparecer.

Nadie tenía muy claro que era lo que estaba sucediendo. Pero cuando pisaban las extensiones rocosas, sus cuerpos ya no aparecían, tan solamente rastros de que alguna vez algún ser humano estaba pasando por ahí.

Pensaban que eran lobos, animales salvajes. Otros, indagaban más y se dejaban llevar por sus enormes imaginaciones y fantasías, creando escenarios llenos de mentira. Farfullaban que hombres lobo rondaban por aquella zona e inclusive; viles demonios que se alimentaban del cuerpo y alma del ser humano.

Pero todas sus hipótesis eran irremediablemente falsas. Ninguna tenía una sola pizca de verdad respecto a lo que sucedía. Samwell Beane tenía eso muy claro.

Aunque en ese preciso momento, Samwell  no estaba pensando en ello, pero seguía en su subconsciente. Junto a la pequeña sensación de que lo habían descubierto en su travesura en compañía de su hermano; Maxwell Beane.

Sam no iba a negar que los labios de Maxwell eran exquisitos, con ese sabor a sangre que los caracterizaba y el olor a sudor entre ambos. Ese que para los demás hubiera resultado un hedor totalmente repugnante y asqueroso, era para ambos una de las mejores colonias.

Samwell podía sentir el sabor a carne en los labios de Max, pues ambos se habían alimentado hacía un par de minutos y se encontraban fuera de aquella cueva; se suponía que debían encontrar a otros desdichados viajeros para poder alimentar a los más pequeños de la numerosa familia Beane.

Algunos de ellos con deformaciones debido al creciente incesto en la gran familia que habitaba en la enorme cueva, a veces Samwell pensaba que aquello parecía sacado de una historia de terror. De esas que su padre, Sawney Beane, contaba cuando tenía ciertas ganas de ser un buen padre.

Historias que le resultaban interesantes, junto a recuerdos de su madre acerca de la vida fuera de la cueva. Pero nunca sabría que era eso de habitar en ciudades que tenían hedor a excremento y aguas con olores.

Maxwell acarició la espalda de Sam, con cierto deseo. Ese deseo que ambos hermanos tenían el uno por el otro, en esa relación que incluso entre una familia donde la moralidad no existía; era una especie de condena.

Puesto que su relación no ayudaba a que el clan Beane siguiera creciendo, no ayudaba a que la cueva siguiera llenándose. Y justo en ese momento, a Samwell se le ocurrió pensar en que Max, a parte de ser su hermano, igual era su sobrino.

Por un instante diminuto, decidió olvidarse de que su padre había fornicado con su propia hija, y que él ahora estaba besando con toda la intensidad que podía tener a su sobrino, que igual era su hermano. Era algo tan común en la cueva, algo natural. Nadie se escandalizaba por ello.

Sam se recostó entre los arbustos, con Max encima de él mientras comenzaba a dejar besos por su desnudo torso. Sin darse cuenta se había deshecho de sus ropajes superiores, dándole un pase libre a Maxwell para que comenzara a torturalo con sus labios tan suaves, rosados y gruesos, con sus constantes mordidas y succiones en la piel.

Al menos hasta que escucharon pasos cerca de los arbustos donde ambos estaban teniendo un agradable encuentro pasional. Se pusieron alertas; como animales que acaban de encontrar a una presa, y cuando Max se alejó del cuerpo de Sam, él no puedo evitar sentirse algo vacío en ese momento.

Entre la reciente sensación de hormigueo, no tardaron en ir ambos arrastrando los inertes cuerpos de dos viajeros; un hombre y una mujer de edad algo avanzada. Se preguntaron que hacían dos personas de esa edad rondando esos lugares, solos.

Pero no le tomaron importancia al dejar los cuerpos en la cueva, sus familiares no tardaron mucho en tomar las prendas; algunos, comenzaron a comerse el cuerpo sin siquiera ser cocinado, otros, tomaron piezas del cuerpo y se dedicaron a retirarles la piel y a cocinarlos en hogueras cerca de la salida de la cueva.

Mientras tanto, Maxwell y Samwell admiraban todo desde una esquina, sujetando sus manos disimuladamente para que nadie tuviera razón alguna de regañarlos por sus acciones. Sam, entre suspiros, observó como dos de sus tantos sobrinos se peleaban por una de las prendas que traía el viejo, mientras que a escondidas otro joven (Sam no supo bien que era de él, si hermano, primo o sobrino. Incluso podría ser su tío) tomaba los zapatos de la vieja y el viejo, dejándolos frente a una chica que parecía ser su amada, tenía el vientre abultado, otro Beane venía en camino.

Cuando dejó los zapatos frente a ella, le dio un beso lleno de intensidad y ambos se sonrieron. Eran tan parecidos que Samwell pensó que eran uno de los tantos mellizos que había en la cueva.

Entre el barullo de todos comiendo, Sawney apareció.

El imponente Sawney arrebató la comida de las manos de una de sus tantas hijas embarazadas, con firmeza, luego la mordió y la tiró al suelo, como si no tuviera importancia aquello que ya había mordido.

Samwell apretó la mandíbula y se vio obligado a soltar la mano de Max. Porque si Sawney los veía así de unidos, los obligaría a tener relaciones con una de sus hermanas, para aumentar el número del clan; 40 personas y varios en camino.

Max se cruzó de brazos y dejó de mirar a Sam, quien bajó la mirada cuando Sawney observó en su dirección y pasó intencionalmente frente a ellos.

—La carne joven sabe mejor —profirió, con cierta molestia—. El siguiente turno es igual de ustedes, no me decepcionen —y se retiró hacia donde reposaba su esposa, madre de gran parte de los habitantes de la cueva con una extensión de 1 milla.

Sam volvió a levantar la mirada e hizo una mueca de molestia, Max le colocó un brazo encima de los hombros y lo miró con una pequeña sonrisa.

—Tenemos otro turno, Sammy. Tendremos casi todo otro día ahí fuera, totalmente y completamente solos.


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