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Al día siguiente, en el receso, Adan fue directamente a las tribunas que había junto a la cancha de fútbol, y se sentó a comer. Subió hasta el tercer el peldaño, y buscó un sitio limpio. Los niños jugaban al soccer. A un lado, un grupo de niñas hablaba mientras veían el partido. Reían a cada momento, pues el chico que les gustaba estaba en la cancha. Lo miraron, pero él no apartó su atención del balón. Solo cuando se aproximó lo suficiente a la portería y logró hacer un gol, se permitió, en medio de las celebraciones, mirar hacia sus admiradoras. Ellas lo miraron a su vez, y él les lanzó un beso volado. Ellas rieron. Martina no había ido ese día. Si tuviera un celular le escribiría, pensó Adan. Nadie había mencionado los acontecimientos del día anterior.

De pronto, por detrás de la línea blanca lateral, apareció la amiga de Martina, la que tenía el rostro pálido, y la cabellera castaña. La que Martina había descubierto que le gustaba a Adan. Él la miró a intervalos, para no ser descubierto. Pero ella parecía no notarlo. Parecía no notar nada. Recorría los límites de la cancha, con el rostro nublado, los brazos abrazando su lonchera, y sus enormes ojos brillantes vueltos hacia el suelo. Sería bueno saber al menos su nombre, pensó Adan. Pero en vista que no tenía el suficiente valor para apearse y caminar todo el tramo del patio hasta llegar a ella, dio una mordida a su emparedado y sorbió un poco de jugo de naranja. Esto es más fácil, se dijo. Y hasta más saludable.

Todo pasó premeditadamente. El balón chocó contra las barras de la portería y torció su derrotero hacia los espectadores; se dirigió hacia la amiga de Martina, la que tenía el rostro pálido y la cabellera castaña, e impactó contra su estómago. Tan fuerte fue el golpe, que todos sin excepción pudieron escuchar el eco del impacto. Un sonido grave que se apagó en unos segundos, y ella cayó al suelo. Su semblante demostraba un dolor intenso. Soltó su lonchera y, en su lugar, se sujetó bien el vientre, como si de un momento a otro se le fueran a caer las entrañas y ella debiera evitarlo a toda costa. Enseguida se vio rodeada de niños. El delantero estrella que había hecho la jugada y pateado el balón se quedó estático. Sus admiradoras lo miraron con ojos extraños, y él no dijo nada. Los brazos le cayeron por los flancos, como si pendiesen de dos clavos y no tuvieran fuerzas, ni músculos. Sus compañeros empezaron a reír.

- ¿Qué hiciste?, dijo uno.

Todos rieron. Él no rió. Un defensa se acercó por su espalda, y lo empujó hacia el frente. El niño dio dos pasos, pero se detuvo. Luego, el arquero también se unió a la broma y le empujó otro tanto. El niño avanzó un paso, y se detuvo otra vez. No podía hablar. La amiga de Martina, en cambio, ya no era visible. A su alrededor se habían condensado tantas personas, que ya ni se veía su lonchera de color rosa, decorada con motivos de hadas. De pronto, un profesor se acercó y dispersó a la multitud, que para él debió ser menos que una minúscula aglomeración, y se llevó a la amiga de Martina en brazos hasta la enfermería. Un niño se acuclilló y recogió la lonchera de la amiga de Martina, y se la dio al maestro. Este tenía las manos ocupadas, pero estiró un dedo y ahí la colgó el niño. Caminó así hasta la enfermería, sin ejercer mayor esfuerzo, porque de entre todos los profesores a Adan siempre le pareció el más fuerte.

Martina llegó a clases hacia el final del segundo periodo.

- ¿Qué te pasa?

- Nada.

Adan estaba sentado en su banca, con el codo apoyado sobre el escritorio y la cabeza descansando sobre la mano. Como el salón estaba casi vacío, pues todos se habían retirado al patio a ver una exposición de armas antiguas, se sentó a su lado y lo abrazó.

- Le pegaron a tu amiga, dijo por fin Adan.

- Se llama Verónica.

- ¡Ah!

Los rituales del AscoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora