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La brisa veraniega me alborota el pelo, su caricia es como los ágiles
dedos de una amante.
Mi amante.
Ana.
Me despierto de golpe, confuso. La habitación está sumida en la
oscuridad, y Ana duerme a mi lado con la respiración sosegada y regular.
Me incorporo apoyándome en un codo y me paso la mano por el pelo con
la extraña sensación de que alguien acaba de hacer eso mismo. Miro a mi
alrededor, escudriñando con la mirada los rincones en sombra de la
habitación, pero Ana y yo estamos solos.
Qué raro. Habría jurado que había alguien más, que alguien me ha
tocado.
Solo ha sido un sueño.
Me sacudo de encima esa inquietante sensación y miró qué hora es. Son
más de las cuatro y media de la madrugada. Cuando vuelvo a hundir la
cabeza en la almohada, Ana farfulla algo incoherente y se vuelve de cara a
mí, aún profundamente dormida. Está serena y hermosa.
Miro al techo; la luz parpadeante del detector de humos vuelve a
burlarse de mí. No tenemos firmado ningún contrato y, sin embargo, Ana
está aquí. ¿Qué significa eso? ¿Cómo se supone que tengo que reaccionar
con ella? ¿Acatará mis reglas? Necesito saber que está segura aquí. Me
froto la cara. Todo esto es territorio desconocido para mí, escapa a mi
control y me produce una enorme desazón.
En ese momento me acuerdo de Leila.
Mierda.
Mi cerebro es un torbellino de pensamientos: Leila, el trabajo, Ana... y
sé que no voy a volver a conciliar el sueño. Me levanto, me pongo unos
pantalones de pijama, cierro la puerta del dormitorio y me voy al salón, a
sentarme frente al piano.
Me refugio en Chopin; las notas sombrías son un acompañamiento perfecto para mi estado de ánimo, y las toco una y otra vez. Con el rabillo
del ojo percibo un leve movimiento que capta mi atención y, al levantar la
vista, veo a Ana dirigiéndose hacia mí con paso vacilante.
—Deberías estar durmiendo —murmuro, pero continúo tocando.
—Y tú —replica.
Me mira con gesto firme, pero parece pequeña y vulnerable vestida
únicamente con mi albornoz, que le queda enorme.
Disimulo mi sonrisa.
—¿Me está regañando, señorita Steele?
—Sí, señor Grey.
—No puedo dormir.
Tengo demasiadas cosas en la cabeza; preferiría que Ana volviera a la
cama y se durmiese de nuevo. Debe de estar cansada después de lo de
anoche, pero hace caso omiso de mis palabras, se sienta a mi lado en la
banqueta del piano y apoya la cabeza en mi hombro.
Es un gesto tan íntimo y tierno que, por un momento, pierdo el compás
en el preludio, pero sigo tocando, sintiendo cómo su presencia a mi lado
me apacigua.
—¿Qué era lo que tocabas? —me pregunta cuando termino.
—Chopin. Opus 28. Preludio n.º 4 en mi menor, por si te interesa.
—Siempre me interesa lo que tú haces.
Dulce Ana... La beso en el pelo.
—Siento haberte despertado.
—No has sido tú —dice sin apartar la cabeza—. Toca la otra.
—¿La otra?
—La pieza de Bach que tocaste la primera noche que me quedé aquí.
—Ah, la de Marcello.
No recuerdo cuándo fue la última vez que toqué para alguien. Siento el
piano como un instrumento solitario, solo para mis oídos. Hace años que
mi familia no me oye tocar. Pero ya que me lo ha pedido, tocaré para mi
dulce Ana. Acaricio las teclas con los dedos y la hechizante melodía
reverbera por el salón.
—¿Por qué solo tocas música triste? —pregunta.
¿Es triste?
—¿Así que solo tenías seis años cuando empezaste a tocar? —sigue
inquiriendo.
Levanta la cabeza y me escudriña el rostro. Su gesto es franco y está ávido de información, como de costumbre, y, después de lo de anoche,
¿quién soy yo para negarle nada?
—Aprendí a tocar para complacer a mi nueva madre.
—¿Para encajar en la familia perfecta?
Mis palabras de nuestra noche de confesiones en Savannah resuenan en
el tono apagado de su voz.
—Sí, algo así. —No quiero hablar de eso, y me sorprende la cantidad de
información personal que ha conseguido retener—. ¿Por qué estás
despierta? ¿No necesitas recuperarte de los excesos de ayer?
—Para mí son las ocho de la mañana. Además, tengo que tomarme la
píldora.
—Me alegro de que te acuerdes —murmuro—. Solo a ti se te ocurre
empezar a tomar una píldora de horario específico en una zona horaria
distinta. Quizá deberías esperar media hora hoy y otra media hora
mañana, hasta que al final terminaras tomándotela a una hora razonable.
—Buena idea —dice—. Vale, ¿y qué hacemos durante esa media hora?
Bueno, podría follarte encima de este piano.
—Se me ocurren unas cuantas cosas —le digo en tono seductor.
—Aunque también podríamos hablar. —Y sonríe provocándome.
No estoy de humor para hablar.
—Prefiero lo que tengo en mente.
Le paso el brazo por la cintura, me la subo sobre el regazo y le entierro
la nariz en el pelo.
—Tú siempre antepondrías el sexo a la conversación.
Se echa a reír.
—Cierto. Sobre todo contigo.
Enrosca las manos alrededor de mi bíceps y, a pesar de ello, la
oscuridad permanece agazapada y silenciosa. Le dejo un reguero de besos
que va desde la base de la oreja hasta el cuello.
—Quizá encima del piano —murmuro mientras mi cuerpo responde a
una imagen de ella abierta de piernas y desnuda ahí encima, con el pelo
cayendo en cascada a un lado.
—Quiero que me aclares una cosa —me dice en voz baja al oído.
—Siempre tan ávida de información, señorita Steele. ¿Qué quieres que
te aclare?
Tiene la piel suave y cálida al contacto con mis labios mientras le quito
el albornoz por el hombro, deslizándolo con la nariz.
—Lo nuestro —dice, y esas simples palabras suenan como una oración.
—Mmm... ¿Qué pasa con lo nuestro? —Hago una pausa. ¿Adónde
quiere ir a parar?
—El contrato.
Paro y la miro a esos ojos de mirada astuta. ¿Por qué saca ese tema
ahora? Le deslizo los dedos por la mejilla.
—Bueno, me parece que el contrato ha quedado obsoleto, ¿no crees?
—¿Obsoleto? —repite, y los labios se le suavizan con un amago de
sonrisa.
—Obsoleto.
Imito su expresión.
—Pero eras tú el interesado en que lo firmara.
La incertidumbre le nubla la mirada.
—Eso era antes. Pero las normas no. Las normas siguen en pie.
Necesito saber que estás a salvo.
—¿Antes? ¿Antes de qué?
—Antes... —Antes de todo esto. Antes de que pusieras mi mundo patas
arriba, antes de que durmieses a mi lado. Antes de que apoyaras la cabeza
en mi hombro frente al piano. Es todo...—. Antes de que hubiera más —
murmuro, y ahuyento esa familiar sensación de inquietud que siento en el
estómago.
—Ah —dice. Parece complacida.
—Además, ya hemos estado en el cuarto de juegos dos veces, y no has
salido corriendo espantada.
—¿Esperas que lo haga?
—Nada de lo que haces es lo que espero, Anastasia.
Vuelve a marcársele esa V del ceño.
—A ver si lo he entendido: ¿quieres que me atenga a lo que son las
normas del contrato en todo momento, pero que ignore el resto de lo
estipulado?
—Salvo en el cuarto de juegos. Ahí quiero que te atengas al espíritu
general del contrato, y sí, quiero que te atengas a las normas en todo
momento. Así me aseguro de que estarás a salvo y podré tenerte siempre
que lo desee —añado en tono frívolo.
—¿Y si incumplo alguna de las normas? —pregunta.
—Entonces te castigaré.
—Pero ¿no necesitarás mi permiso?
—Sí, claro.
—¿Y si me niego? —insiste.
¿Por qué es tan testaruda?
—Si te niegas, te niegas. Tendré que encontrar una forma de
convencerte.
Ya debería saberlo. No me dejó que le diera unos azotes en la casita del
embarcadero, pese a que yo deseaba hacerlo, aunque sí se los di más
tarde... con su consentimiento.
Se levanta y se dirige a la entrada del salón, y por un momento creo que
está a punto de largarse, pero se vuelve con expresión de perplejidad.
—Vamos, que lo del castigo se mantiene.
—Sí, pero solo si incumples las normas.
Para mí está perfectamente claro. ¿Por qué para ella no?
—Tendría que releérmelas —dice poniéndose en plan serio y formal.
¿De verdad quiere hacerlo ahora?
—Voy a por ellas.
Entro en mi estudio, enciendo el ordenador e imprimo las normas
mientras me pregunto por qué estamos discutiendo este asunto a las cinco
de la madrugada.
Cuando regreso con el papel impreso, Ana está junto al fregadero
bebiendo un vaso de agua. Me siento en un taburete y espero sin dejar de
observarla. Tiene la espalda rígida y tensa; eso no augura nada bueno.
Cuando se vuelve, deslizo la hoja por la superficie de la isla de la cocina,
en dirección a ella.
—Aquí tienes.
Examina las normas rápidamente.
—¿Así que lo de la obediencia sigue en pie?
—Oh, sí.
Mueve la cabeza y una sonrisa irónica asoma a la comisura de sus
labios mientras eleva la vista al techo.
Oh, qué maravilla.
De pronto recupero mi buen humor.
—¿Me acabas de poner los ojos en blanco, Anastasia?
—Puede, depende de cómo te lo tomes.
Parece recelosa y divertida a la vez.
—Como siempre.
Si me deja...
Traga saliva y abre los ojos con expectación.
—Entonces...
—¿Sí?
—Quieres darme unos azotes.
—Sí. Y lo voy a hacer.
—¿Ah, sí, señor Grey?
Se cruza de brazos y alza la barbilla en actitud desafiante.
—¿Me lo vas a impedir?
—Vas a tener que pillarme primero.
Me mira con una sonrisa coqueta que siento directamente en mi
miembro.
Tiene ganas de jugar.
Me levanto del taburete y la observo con atención.
—¿Ah, sí, señorita Steele?
El aire entre nosotros está cargado de electricidad.
¿Hacia qué lado va a echar a correr?
Clava unos ojos rebosantes de excitación en los míos y se mordisquea
el labio inferior.
—Además, te estás mordiendo el labio.
¿Lo hace a propósito? Me desplazo despacio hacia la izquierda.
—No te atreverás —me provoca—. A fin de cuentas, tú también pones
los ojos en blanco.
Sin apartar la mirada de la mía, ella también se desplaza hacia la
izquierda.
—Sí, pero con este jueguecito acabas de subir el nivel de excitación.
—Soy bastante rápida, que lo sepas —dice, burlona.
—Y yo.
¿Cómo consigue que todo sea tan emocionante?
—¿Vas a venir sin rechistar?
—¿Lo hago alguna vez?
—¿Qué quiere decir, señorita Steele? —La sigo alrededor de la isla de
la cocina—. Si tengo que ir a por ti, va a ser peor.
—Eso será si me coges, Christian. Y ahora mismo no tengo intención
de dejarme coger.
¿Habla en serio?
—Anastasia, puedes caerte y hacerte daño. Y eso sería una infracción
directa de la norma siete, ahora la seis.
—Desde que te conocí, señor Grey, estoy en peligro permanente, con
normas o sin ellas.
—Así es.
Tal vez esto no sea un juego. ¿Está intentando decirme algo? Vacila un
instante y de pronto me abalanzo hacia ella. Suelta un grito y corre por el
perímetro de la isla, hacia la seguridad relativa del lado opuesto de la
mesa de comedor. Con los labios entreabiertos, la mirada recelosa y
desafiante a la vez, el albornoz se le resbala por el hombro. Está increíble.
Increíblemente sexy.
Poco a poco me voy aproximando a ella, que retrocede unos pasos.
—Desde luego, sabes cómo distraer a un hombre, Anastasia.
—Nos proponemos complacer, señor Grey. ¿De qué te distraigo?
—De la vida. Del universo.
De las ex sumisas que han desaparecido. Del trabajo. De nuestro
acuerdo. De todo.
—Parecías muy preocupado mientras tocabas.
Sigue erre que erre. Paro y me cruzo de brazos para rediseñar mi
estrategia.
—Podemos pasarnos así el día entero, nena, pero terminaré pillándote
y, cuando lo haga, será peor para ti.
—No, ni hablar —dice con absoluta seguridad.
Arrugo la frente.
—Cualquiera diría que no quieres que te pille.
—No quiero. De eso se trata. Para mí lo del castigo es como para ti el
que te toque.
Y de improviso la oscuridad se apodera de mi cuerpo, me recubre la
piel y deja una estela helada de desesperación a su paso.
No. No soporto que nadie me toque. Nunca.
—¿Eso es lo que sientes?
Es como si me hubiese tocado y me hubiera dejado unas marcas blancas
con las uñas sobre el pecho.
Ana pestañea varias veces calibrando mi reacción, y cuando habla lo
hace en voz baja.
—No. No me afecta tanto; es para que te hagas una idea.
Me mira con expresión de angustia.
¡Joder! Eso arroja una luz completamente distinta sobre nuestra
relación.
—Ah —murmuro, porque no se me ocurre qué otra cosa decir.
Ella inspira hondo y se dirige hacia mí, y cuando la tengo delante
levanta la vista con los ojos llenos de aprensión.
—¿Tanto lo odias? —digo en un susurro.
Vale; está claro que somos incompatibles.
No. Me niego a creerlo.
—Bueno... no —dice, y siento que me invade una oleada de alivio—.
No —continúa—. No lo tengo muy claro. No es que me guste, pero
tampoco lo odio.
—Pero anoche, en el cuarto de juegos, parecía...
—Lo hago por ti, Christian, porque tú lo necesitas. Yo no. Anoche no
me hiciste daño. El contexto era muy distinto, y eso puedo racionalizarlo a
nivel íntimo, porque confío en ti. Sin embargo, cuando quieres
castigarme, me preocupa que me hagas daño.
Mierda. Díselo.
Es la hora de la verdad, Grey.
—Yo quiero hacerte daño, pero no quiero provocarte un dolor que no
seas capaz de soportar.
Nunca llegaría tan lejos.
—¿Por qué?
—Porque lo necesito —murmuro—. No te lo puedo decir.
—¿No puedes o no quieres?
—No quiero.
—Entonces sabes por qué.
—Sí.
—Pero no me lo quieres decir.
—Si te lo digo, saldrás corriendo de aquí y no querrás volver nunca
más. No puedo correr ese riesgo, Anastasia.
—Quieres que me quede.
—Más de lo que puedas imaginar. No podría soportar perderte.
Ya no puedo soportar la distancia que hay entre nosotros. La sujeto para
que no se escape y la estrecho entre mis brazos buscándola con los labios.
Ella responde a mi urgencia y amolda la boca a la mía, corresponde a mis
besos con la misma pasión, esperanza y anhelo. La oscuridad que me
amenaza se atenúa y encuentro consuelo.
—No me dejes —le susurro en los labios—. Me dijiste en sueños que
nunca me dejarías y me rogaste que nunca te dejara yo a ti.
—No quiero irme —dice, pero bucea con los ojos en los míos en busca
de respuestas.
Y me siento desnudo, con mi alma sucia y descarnada completamente
expuesta.
—Enséñamelo —dice.
No sé a qué se refiere.
—¿El qué?
—Enséñame cuánto puede doler.
—¿Qué?
Me echo hacia atrás y la miro incrédulo.
—Castígame. Quiero saber lo malo que puede llegar a ser.
Oh, no. La suelto y me aparto de ella.
Me mira con expresión abierta, sincera, seria. Se me está ofreciendo
una vez más, para que la tome y haga con ella lo que quiera. Estoy atónito.
¿Satisfaría esa necesidad por mí? No puedo creerlo.
—¿Lo intentarías?
—Sí. Te dije que lo haría.
Su gesto es de absoluta determinación.
—Ana, me confundes.
—Yo también estoy confundida. Intento entender todo esto. Así
sabremos los dos, de una vez por todas, si puedo seguir con esto o no. Si
yo puedo, quizá tú...
Se calla y doy otro paso atrás. Quiere tocarme.
No.
Pero si hacemos esto, entonces lo sabré. Ella lo sabrá.
Hemos llegado a este punto mucho antes de lo que yo esperaba.
¿Puedo hacerlo?
Y en ese momento sé que no hay nada que desee más en el mundo... No
hay nada más que pueda satisfacer al monstruo que llevo dentro.
Antes de que pueda cambiar de opinión, la agarro del brazo y la llevo
arriba, al cuarto de juegos. Me detengo ante la puerta.
—Te voy a enseñar lo malo que puede llegar a ser y así te decides.
¿Estás preparada para esto?
Asiente con la expresión firme y decidida que tan bien he llegado a
conocer.

Christian Durante La RupturaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora