Capitulo 3

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Ana se acerca al sofá y saca de su mochila el Mac, el móvil y las llaves
del coche. Inspira hondo, se dirige a la cocina y los deja sobre la
encimera.
¿Qué narices hace? ¿Me está devolviendo sus cosas?
Se vuelve para mirarme con una clara expresión de determinación en el
rostro ceniciento. Es su gesto testarudo, el que conozco tan bien.
-Necesito el dinero que le dieron a Taylor por el Escarabajo.
Habla con voz serena pero apagada.
-Ana, yo no quiero esas cosas, son tuyas. -No puede hacerme esto-.
Llévatelas.
-No, Christian. Las acepté a regañadientes, y ya no las quiero.
-Ana, ¡sé razonable!
-No quiero nada que me recuerde a ti. Solo necesito el dinero que le
dieron a Taylor por mi coche.
Su voz está desprovista de emoción.
Quiere olvidarme.
-¿Intentas hacerme daño de verdad?
-No. No. Solo intento protegerme.
Pues claro, intenta protegerse del monstruo.
-Ana, quédate esas cosas, por favor.
Tiene los labios muy pálidos.
-Christian, no quiero discutir. Solo necesito el dinero.
El dinero. Al final todo se reduce al puto dinero.
-¿Te vale un cheque? -le suelto con brusquedad.
-Sí. Creo que podré fiarme.
Si quiere dinero, le daré dinero. Entro en mi estudio como un vendaval;
a duras penas consigo dominar mi ira. Me siento al escritorio y llamo a
Taylor.
-Buenos días, señor Grey.
No respondo al saludo.
-¿Cuánto te dieron por el Escarabajo de Ana?
-Doce mil dólares, señor.
-¿Tanto?
A pesar de mi mal humor, me sorprendo.
-Es un clásico -señala a modo de explicación.
-Gracias. ¿Puedes llevar a la señorita Steele a casa ahora?
-Por supuesto. Bajaré enseguida.
Cuelgo y saco la chequera del cajón del escritorio. Al hacerlo, me viene
a la memoria la conversación con Welch sobre el cabronazo del marido
de Leila.
¡Siempre es el puto dinero!
Presa de la furia, duplico la cantidad que consiguió Taylor por esa
trampa mortal y meto el cheque en un sobre.
Cuando vuelvo, Ana sigue de pie junto a la isla de la cocina con actitud
perdida; parece una niña. Le entrego el sobre y mi ira se desvanece en
cuanto la miro.
-Taylor consiguió un buen precio. Es un clásico. Se lo puedes
preguntar a él. Te llevará a casa.
Señalo con la cabeza hacia donde Taylor la espera, a la entrada del
salón.
-No hace falta. Puedo ir sola a casa, gracias.
¡No! Acepta que te lleve él, Ana. ¿Por qué me haces esto?
-¿Me vas a desafiar en todo?
-¿Por qué voy a cambiar mi manera de ser?
Me mira con gesto inexpresivo.
Esa es básicamente la razón de por qué nuestro acuerdo estaba
condenado al fracaso desde el principio. No está hecha para esto y, en el
fondo de mi alma, siempre lo he sabido. Cierro los ojos.
Soy un auténtico idiota.
Pruebo otro enfoque más suave, en tono de súplica.
-Por favor, Ana, deja que Taylor te lleve a casa.
-Iré a buscar el coche, señorita Steele -anuncia Taylor con callada
autoridad, y se marcha.
Puede que a él le haga caso. Ana mira alrededor, pero él ya se ha ido al
sótano a sacar el coche.
Ana se vuelve para mirarme, con los ojos aún más abiertos. Y contengo
la respiración. No puedo creer que vaya a marcharse. Es la última vez que
la veré, y parece muy, muy triste. Me duele en el alma ser el responsable
de esa tristeza. Doy un paso vacilante al frente, quiero abrazarla una vez
más y suplicarle que se quede.
Ella retrocede; es evidente que ya no quiere saber nada de mí. La he
apartado de mi vida.
Estoy paralizado.
-No quiero que te vayas.
-No puedo quedarme. Sé lo que quiero, y tú no puedes dármelo, y yo
tampoco puedo darte lo que tú quieres.
Oh, por favor, Ana... Déjame abrazarte una vez más. Oler tu aroma
dulce, tan dulce... Sentirte en mis brazos. Doy otro paso hacia delante,
pero ella levanta las manos para detenerme.
-No, por favor. -Se aparta con el pánico reflejado en el rostro-. No
puedo seguir con esto.
Recoge la maleta y la mochila y se dirige al vestíbulo. Yo la sigo,
manso e impotente detrás de ella, con la mirada fija en su cuerpo menudo.
Una vez en el vestíbulo, llamo al ascensor. No puedo apartar los ojos de
ella... de su delicada cara de duendecilla, de esos labios, de la forma en
que sus largas pestañas aletean y proyectan una sombra sobre sus
palidísimas mejillas. No acierto a encontrar palabras mientras intento
memorizar cada detalle. No se me ocurre ninguna frase ingeniosa,
ninguna broma ocurrente, ninguna orden arrogante. No tengo nada... tan
solo un inmenso vacío en el interior del pecho.
Se abren las puertas del ascensor y Ana entra en él. Me mira... y por un
momento se le cae la máscara y ahí está: mi dolor reflejado en su hermoso
rostro.
No... Ana. No te vayas.
-Adiós, Christian.
-Adiós, Ana.
Las puertas se cierran y ella ha desaparecido.
Me dejo caer lentamente hasta el suelo y entierro la cabeza en mis
manos. Ahora el vacío es inconmensurable y lacerante, y me consume por
completo.
Grey, ¿qué narices has hecho?

***

Cuando vuelvo a levantar la vista, los cuadros que adornan mi vestíbulo,
los de la Virgen con el Niño, ponen una sonrisa glacial en mis labios. La
idealización de la maternidad. Todas ellas mirando a sus hijos, o
mirándome a mí con aire funesto.
Tienen razón al dirigirme esa mirada. Ana se ha ido. Se ha ido de
verdad. Lo mejor que me ha pasado en la vida. Después de decirme que
nunca me dejaría. Me prometió que nunca me dejaría. Cierro los ojos para
no ver esas miradas compasivas y sin vida, y vuelvo a recostar la cabeza
en la pared. Es cierto, lo dijo en sueños y, como el idiota que soy, la creí.
En el fondo de mi alma siempre he sabido que no era bueno para ella, y
que ella era demasiado buena para mí. Así es como tenía que ser.
Entonces ¿por qué estoy hecho una mierda? ¿Por qué duele tanto?
El timbre que anuncia la llegada del ascensor me obliga a abrir los ojos
de nuevo, y el corazón me sube hasta la garganta. ¡Ha vuelto! Me quedo
paralizado esperando mientras las puertas se abren... y Taylor sale del
ascensor y se para un instante.
Mierda. ¿Cuánto rato llevo aquí sentado?
-La señorita Steele está en casa, señor Grey -dice como si fuese
habitual hablar conmigo mientras estoy tirado en el suelo.
-¿Cómo estaba? -pregunto con el tono más neutro posible, aunque
necesito saberlo.
-Disgustada, señor -responde sin mostrar ningún tipo de emoción.
Asiento y le hago una indicación para que se retire, pero no se mueve.
-¿Quiere que le traiga algo, señor? -pregunta, demasiado
amablemente para mi gusto.
-No.
Vete. Déjame solo.
-Señor -dice, y me deja en el suelo del vestíbulo.
Pese a lo mucho que me gustaría quedarme aquí sentado todo el día y
recrearme en el dolor, no puedo hacerlo. Espero noticias de Welch, y
tengo que llamar al desgraciado del marido de Leila.
También necesito una ducha. Tal vez el agua pueda arrastrar consigo
esta agonía.
Al levantarme, toco la mesa de madera que preside el vestíbulo y rozo
con los dedos la delicada marquetería del mueble, siguiendo su trazado
con aire distraído. Me habría gustado follarme a la señorita Steele encima
de esa mesa. Cierro los ojos y la imagino abierta de piernas ahí encima,
con la cabeza echada hacia atrás, la barbilla subida, la boca abierta en
pleno éxtasis y su melena voluptuosa colgando a un lado. Mierda, se me
pone dura con solo pensarlo.
Joder.
El dolor en mis entrañas se hace más intenso y lacerante todavía.
Se ha ido, Grey. Más vale que te acostumbres.
Y, con la ayuda de años de forzada disciplina, obligo a mi cuerpo a
cuadrarse.

***
El agua de la ducha está ardiendo; la temperatura justo por debajo del
límite del dolor, tal como a mí me gusta. Me sitúo bajo la cascada
intentando olvidar a Ana, con la esperanza de que el calor abrasador me la
arranque de la mente y elimine su olor de mi cuerpo.
Si ha decidido marcharse, no hay vuelta atrás.
Nunca más.
Me froto el pelo con sombría determinación.
Bueno, pues ¡hasta nunca! Estaré mucho mejor sin ella.
Y doy un respingo.
No, no estaré mucho mejor sin ella.
Levanto la cara hacia el chorro de agua. No, no estaré mejor en
absoluto: la voy a echar de menos. Apoyo la cabeza en los azulejos.
Anoche, sin ir más lejos, estaba en la ducha conmigo. Me miro las manos y acaricio con los dedos las juntas de los azulejos en los que ayer Ana
apoyaba las manos en la pared.
A la mierda con todo.
Cierro el agua y salgo de la ducha. Mientras me envuelvo una toalla
alrededor de la cintura, tomo conciencia de lo que pasará a partir de
ahora: cada uno de mis días será más oscuro y más vacío, porque ella ya
no estará en mi vida.
No habrá más correos ocurrentes e ingeniosos.
No habrá más lengua viperina.
No habrá más curiosidad.
Sus chispeantes ojos azules ya no me mirarán con ese brillo divertido...
ni escandalizados... ni con lujuria. Contemplo al imbécil hosco y
malhumorado que me devuelve la mirada desde el espejo del baño.
-¿Qué diablos has hecho, capullo? -le suelto, y él me devuelve las
mismas palabras con cáustico desdén. El cabrón pestañea al mirarme, con
unos enormes ojos grises anegados de tristeza-. Está mejor sin ti. Nunca
serás lo que ella quiere. No puedes darle lo que necesita. Quiere flores y
corazones. Se merece a alguien mejor que tú, jodido cabrón miserable.
Asqueado por ese reflejo que me observa con ojos asesinos, le doy la
espalda al espejo.
A la mierda el afeitado de hoy.
Me seco junto a la cómoda y saco unos calzoncillos y una camiseta
limpia.

Christian Durante La RupturaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora