Capitulo 2

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Abro la puerta, cojo rápidamente un cinturón del colgador antes de que cambie de opinión y la llevo hasta el banco que hay al fondo del cuarto.
-Inclínate sobre el banco -le ordeno en voz baja.
Hace lo que le digo, sin decir una sola palabra.
-Estamos aquí porque tú has accedido, Anastasia. Además, has huido
de mí. Te voy a pegar seis veces y tú vas a contarlas.
Sigue sin decir nada.
Le doblo el bajo del albornoz por la espalda para dejar al descubierto
su trasero desnudo y espléndido. Le recorro con las palmas de las manos
las nalgas y la parte superior de los muslos, y siento un estremecimiento
que me recorre todo el cuerpo.
Esto es lo que quiero, lo que quería desde el principio.
-Hago esto para que recuerdes que no debes huir de mí, y, por
excitante que sea, no quiero que vuelvas a hacerlo nunca más. Además, me
has puesto los ojos en blanco. Sabes lo que pienso de eso.
Inspiro hondo saboreando este momento, tratando de apaciguar los
latidos desbocados de mi corazón.
Necesito esto. Esto es lo que me gusta hacer. Y por fin estamos aquí.
Ella puede hacerlo.
Hasta ahora nunca me ha decepcionado.
La sujeto en su sitio con una mano en la parte baja de su espalda y
sacudo el cinturón. Respiro hondo de nuevo concentrándome en la tarea
que tengo por delante.
No va a huir. Ella me lo ha pedido.
Y entonces descargo la correa y golpeo en las dos nalgas, con fuerza.
Ana lanza un grito, conmocionada.
Pero no ha contado... ni ha dicho la palabra de seguridad.
-¡Cuenta, Anastasia! -le ordeno.
-¡Uno! -grita.
Está bien... no ha dicho la palabra de seguridad.
-¡Dos! -chilla.
Eso es, suéltalo, nena.
La golpeo una vez más.
-¡Tres!
Se estremece. Veo tres marcas en su trasero.
Las convierto en cuatro.
Ella grita el número, con voz alta y clara.
Aquí nadie va a oírte, nena. Grita todo lo que necesites.
Vuelvo a golpearla.
-Cinco -dice entre sollozos, y espero a oír la palabra de seguridad.
Pero no la dice.
Y llega el último.
-Seis -susurra con voz forzada y ronca.
Suelto el cinturón saboreando mi descarga dulce y eufórica. Estoy
pletórico de alegría, sin aliento y satisfecho al fin. Oh, esta hermosa
criatura, mi chica preciosa... Quiero besarle cada centímetro del cuerpo.
Estamos aquí. Donde yo quiero estar. La busco y la estrecho entre mis
brazos.
-Suéltame... no... -Intenta zafarse de mi abrazo y se aparta de mí
forcejeando y empujándome hasta que al final se revuelve contra mí como
una fiera salvaje-. ¡No me toques! -masculla entre dientes.
Tiene la cara sucia y surcada de lágrimas, la nariz congestionada, y
lleva el pelo oscuro enredado en una maraña, pero nunca la había visto tan
arrebatadora... ni tampoco tan furiosa.
Su ira me aplasta con la fuerza de una ola.
Está enfadada. Muy, muy enfadada.
Vale. No había contemplado la posibilidad del enfado.
Dale un momento. Espera a que sienta el efecto de las endorfinas.
Se limpia las lágrimas con el dorso de la mano.
-¿Esto es lo que te gusta de verdad? ¿Verme así?
Se seca la nariz con la manga del albornoz.
Mi euforia se desvanece por completo. Estoy perplejo; me siento del
todo impotente y paralizado por su ira. Me parece lógico que llore, y lo
entiendo, pero esa rabia... En algún rincón de mi alma, ese sentimiento
encuentra eco dentro de mí, pero no quiero pensar en ello.
No vayas por ahí, Grey.
¿Por qué no me ha pedido que parara? No ha dicho la palabra de
seguridad. Merecía ser castigada. Huyó de mí. Puso los ojos en blanco.
Eso es lo que pasa cuando me desafías, nena.
Frunce el ceño. Me mira con los ojos azules enormes y brillantes,
llenos de dolor, de rabia y de una súbita y escalofriante visión de lo
ocurrido, como si acabara de tener una revelación.
Mierda. ¿Qué he hecho?
Es algo que me supera.
Me balanceo al borde de un peligroso precipicio, a punto de perder el equilibrio, buscando desesperadamente las palabras que resuelvan esta
situación, pero tengo la mente en blanco.
-Eres un maldito hijo de puta -suelta.
Me quedo sin aliento, y siento como si fuera ella la que me hubiese
golpeado con un cinturón... ¡Mierda!
Se ha dado cuenta de quién soy en realidad.
Ha visto al monstruo.
-Ana -murmuro en tono de súplica.
Quiero que pare. Quiero abrazarla y hacer que desaparezca el dolor.
Quiero que llore en mis brazos.
-¡No hay «Ana» que valga! ¡Tienes que solucionar tus mierdas, Grey!
-suelta, y sale del cuarto de juegos cerrando la puerta despacio al salir.
Estupefacto, me quedo mirando la puerta cerrada con el eco de sus
palabras resonándome en los oídos.
«Eres un maldito hijo de puta.»
Nunca me habían dejado plantado así. Pero ¿qué narices...? Me paso la
mano por el pelo mecánicamente tratando de entender su reacción y la
mía. Acabo de dejar que se vaya. No estoy enfadado... Estoy... ¿qué? Me
agacho a recoger el cinturón, me encamino hacia la pared y lo cuelgo en
su sitio. Ha sido sin duda uno de los momentos más satisfactorios de mi
vida. Hace un momento me sentía más ligero, una vez desaparecido el
peso de la incertidumbre que había entre ambos.
Ya está. Ya hemos llegado al punto que yo deseaba.
Ahora que sabe lo que implica, podemos seguir adelante.
Ya se lo advertí: a las personas que son como yo nos gusta infligir
dolor.
Pero solo a mujeres a quienes les gusta.
Siento que mi inquietud va en aumento.
Vuelvo a evocar su reacción, la imagen de ese gesto atormentado y
dolorido. Resulta turbadora. Estoy acostumbrado a hacer llorar a las
mujeres... eso es lo que hago.
Pero ¿a Ana?
Me desplomo en el suelo y apoyo la cabeza en la pared rodeándome las
rodillas flexionadas con los brazos. Deja que llore. Llorar le sentará bien.
A las mujeres les sienta bien, por lo que yo sé. Déjala un momento a solas
y luego ve a ofrecerle consuelo. No ha dicho la palabra de seguridad. Fue
ella quien me lo pidió. Quería saber qué se sentía, tan curiosa como de costumbre. Solo ha sido un despertar un poco brusco, eso es todo.
«Eres un maldito hijo de puta.»
Cierro los ojos y sonrío sin ganas. Sí, Ana, lo soy, y ahora ya lo sabes.
Ahora podemos dar un paso más allá en nuestra relación... en nuestro
acuerdo. O lo que quiera que sea esto.
Mis pensamientos no me reconfortan y crece mi desasosiego. Sus ojos
dolidos lanzándome una mirada fulminante, indignada, acusadora,
cáustica... Ella me ve tal como soy: un monstruo.
Me vienen a la mente las palabras de Flynn: «No te regodees en los
pensamientos negativos».
Cierro los ojos otra vez y veo la cara angustiada de Ana.
Soy un idiota.
Era muy pronto.
Muy, muy pronto. Demasiado.
Mierda.
La tranquilizaré.
Sí, déjala llorar y luego ve a tranquilizarla.
Estaba enfadado con ella por haber huido de mí. ¿Por qué lo hizo?
Joder. Es completamente distinta de las mujeres que había conocido
hasta ahora. Era evidente que no iba a reaccionar de la misma forma
tampoco.
Necesito ir a verla, abrazarla. Lo superaremos. Me pregunto dónde
estará.
¡Mierda!
El pánico se apodera de mí. ¿Y si se ha ido? No, ella no haría algo así.
No sin decir adiós. Me levanto y salgo a toda prisa de la habitación para
bajar corriendo la escalera. No está en el salón... Debe de estar en la
cama. Salgo disparado hacia mi dormitorio.
La cama está vacía.
Siento una fuerte punzada de ansiedad en la boca del estómago. ¡No, no
puede haberse ido! Arriba... Tiene que estar en su habitación. Subo los
escalones de tres en tres y me detengo, sin aliento, en la puerta de su
dormitorio. Está ahí, llorando.
Bueno, menos mal...
Apoyo la cabeza en la puerta, sintiendo un inmenso alivio.
No te vayas. Esa idea me aterroriza.
Bueno, solo necesita llorar. Respiro hondo para serenarme y me voy al baño que hay junto al cuarto
de juegos para coger un bote de pomada de árnica, ibuprofeno y un vaso
de agua, y regreso a su habitación.
Dentro aún está oscuro, a pesar de que el alba asoma en el horizonte
con su pálida luz, y tardo unos segundos en localizar a mi preciosa chica.
Está hecha un ovillo en medio de la cama, menuda y vulnerable, llorando
en silencio. El sonido de su dolor me desgarra el alma y me destroza por
dentro. Ninguna de mis sumisas me había afectado nunca de esa manera, ni
siquiera cuando lloraban a mares. No lo entiendo. ¿Por qué me siento tan
confuso y perdido? Dejo el árnica, el agua y las pastillas, retiro el
edredón, me meto en la cama a su lado y alargo el brazo para tocarla. Se
pone rígida de inmediato; todo su cuerpo me grita que no la toque. No se
me escapa la ironía que supone eso.
-Tranquila -murmuro en un vano intento por apaciguar sus lágrimas
y calmarla. No me responde. Permanece inmóvil, inflexible-. No me
rechaces, Ana, por favor.
Se relaja de forma casi imperceptible y deja que la estreche entre mis
brazos, y entierro la nariz en la maravillosa fragancia de su pelo. Huele
tan dulce como siempre; su aroma es un bálsamo que calma mi
nerviosismo. Le doy un beso tierno en el cuello.
-No me odies -murmuro, y presiono los labios sobre su piel
saboreándola.
No dice nada, pero poco a poco su llanto se apacigua hasta convertirse
en un débil sollozo ahogado. Al final, deja de llorar. Creo que se ha
dormido, pero no tengo el coraje de comprobarlo, por si la molesto. Al
menos ahora ya está más tranquila.
Amanece; la luz se hace cada vez más intensa e irrumpe como una
intrusa en la habitación a medida que avanza la mañana. Y seguimos ahí
tumbados e inmóviles. Dejo volar mis pensamientos mientras abrazo a mi
chica y observo la textura cambiante de la luz. No recuerdo ninguna
ocasión en la que haya permanecido así, tumbado sin más, dejando que el
tiempo discurra y divagando con el pensamiento. Es relajante; pienso en
lo que podríamos hacer el resto del día. A lo mejor debería llevarla a ver
el Grace.
Sí, podríamos salir a navegar esta tarde.
Eso si todavía te dirige la palabra, Grey.
Se mueve, sacude un poco el pie, y sé que está despierta. -Te he traído ibuprofeno y una pomada de árnica.
Por fin reacciona y se vuelve despacio en mis brazos para mirarme de
frente. Unos ojos llenos de dolor se clavan en los míos con la mirada
intensa, inquisitiva. Se toma su tiempo para escudriñar mi rostro, como si
me viera por primera vez. Me resulta inquietante porque, como siempre,
no tengo ni idea de qué está pensando, de qué es lo que ve. Sin embargo,
es evidente que está más calmada, y recibo con alegría la pequeña chispa
de alivio que eso supone. Hoy podría ser un buen día, a fin de cuentas.
Me acaricia la mejilla y me recorre la mandíbula con los dedos
haciéndome cosquillas en la barba. Cierro los ojos y disfruto de ese
contacto. Es una sensación tan nueva para mí todavía... La sensación de
que me toquen y de disfrutar del tacto de sus inocentes dedos
acariciándome la cara mientras la oscuridad permanece acallada. No me
perturban sus caricias... ni que entierre los dedos en mi pelo.
-Lo siento -dice.
Sus palabras, en voz baja, son una sorpresa. ¿Se está disculpando?
-¿El qué?
-Lo que he dicho.
Una oleada de alivio me recorre todo el cuerpo. Me ha perdonado.
Además, lo que me ha dicho cuando estaba furiosa es verdad: soy un
maldito hijo de puta.
-No me has dicho nada que no supiera ya. -Y por primera vez en
muchos años, me sorprendo a mí mismo pidiendo disculpas-. Siento
haberte hecho daño.
Encoge un poco los hombros al tiempo que esboza una débil sonrisa.
Me he librado de momento. Lo nuestro está a salvo. Todo va bien. Siento
alivio.
-Te lo he pedido yo -dice.
Eso es verdad, nena.
Traga saliva, nerviosa.
-No creo que pueda ser todo lo que quieres que sea -susurra con los
ojos muy abiertos y una sinceridad apabullante.
De pronto, el mundo se detiene.
Mierda.
No estamos a salvo.
Grey, soluciona esto ahora mismo.
-Ya eres todo lo que quiero que seas.
Frunce el ceño. Tiene los ojos enrojecidos y está muy pálida; nunca la
había visto tan pálida. Resulta extrañamente emocionante.
-No lo entiendo -dice-. No soy obediente, y puedes estar seguro de
que jamás volveré a dejar que me hagas eso. Y eso es lo que necesitas; me
lo has dicho tú.
Y ahí está: su golpe de gracia. He ido demasiado lejos. Ahora lo sabe, y
todas las discusiones que mantuve conmigo mismo antes de embarcarme
en la búsqueda de la chica que tengo a mi lado regresan a mí con toda su
fuerza. No le va este estilo de vida. ¿Cómo puedo corromperla así? Es
demasiado joven, demasiado inocente, demasiado... Ana.
Mis sueños son solo eso... sueños. Esto no va a funcionar.
Cierro los ojos; no puedo soportar mirarla. Es cierto; estará mucho
mejor sin mí. Ahora que ha visto al monstruo, sabe que no puede
enfrentarse a él. Tengo que liberarla, dejar que siga su camino. Nuestra
relación no va a ninguna parte.
Céntrate, Grey.
-Tienes razón. Debería dejarte ir. No te convengo.
Abre unos ojos enormes.
-No quiero irme -susurra.
Se le saltan las lágrimas, que relucen en sus largas y oscuras pestañas.
-Yo tampoco quiero que te vayas -contesto, porque es la verdad, y
esa sensación, ese sentimiento asfixiante y aterrador, regresa y me
abruma. Está llorando otra vez. Le seco con delicadeza una lágrima
solitaria con el pulgar y, antes de darme cuenta, las palabras me salen a
borbotones-: Desde que te conozco, me siento más vivo.
Le recorro el labio inferior con el dedo. Quiero besarla, con fuerza.
Hacer que olvide lo ocurrido, deslumbrarla, excitarla... Sé que puedo. Sin
embargo, algo me frena: su expresión dolida y recelosa. ¿Querrá que la
bese un monstruo? Tal vez me rechace, y no sé si podría soportarlo. Sus
palabras me atormentan, hurgan en un recuerdo oscuro y reprimido del
pasado.
«Eres un maldito hijo de puta.»
-Yo también -dice-. Me he enamorado de ti, Christian.
Recuerdo cuando Carrick me enseñó a tirarme de cabeza. Yo me
agarraba con los dedos de los pies al borde de la piscina mientras
arqueaba el cuerpo para lanzarme al agua... y ahora estoy cayendo una
vez más, en el abismo, a cámara lenta.
No puede tener esos sentimientos por mí.
Por mí no. ¡No!
Y siento que me falta el aire, asfixiado por sus palabras, que me
oprimen el pecho con su peso implacable. Sigo cayendo y cayendo, y la
oscuridad me acoge en sus brazos. No las oigo. No puedo enfrentarme a
ellas. No sabe lo que dice, no sabe con quién está tratando... con qué está
tratando.
-No. -Mi voz sale teñida de dolorosa incredulidad-. No puedes
quererme, Ana. No... es un error.
Tengo que sacarla de su error. No puede querer a un monstruo. No
puede querer a un maldito hijo de puta. Tiene que marcharse, alejarse de
mí, y de pronto lo veo todo claro. Es como una revelación: yo no puedo
hacerla feliz. No puedo ser lo que ella necesita. No puedo dejar que lo
nuestro siga adelante. Tiene que acabar. Nunca debería haber empezado.
-¿Un error? ¿Qué error?
-Mírate. No puedo hacerte feliz.
La angustia es palpable en mi voz mientras sigo hundiéndome más y
más en el abismo, envuelto en la mortaja de la desesperación.
Nadie puede quererme.
-Pero tú me haces feliz -replica sin comprender.
Anastasia Steele, mírate. Tengo que ser sincero con ella.
-En este momento, no. No cuando haces lo que yo quiero que hagas.
Parpadea, y sus pestañas revolotean sobre sus ojos grandes y heridos,
que me estudian detenidamente mientras busca la verdad.
-Nunca conseguiremos superar esto, ¿verdad?
Niego con la cabeza, porque no se me ocurre qué decir. Todo se reduce
a un problema de incompatibilidad, otra vez. Cierra los ojos, nublados de
dolor, y al volver a abrirlos su mirada es más clara; está llena de
determinación. Ha dejado de llorar. Y la sangre empieza a bombearme con
fuerza en la cabeza mientras el corazón se me acelera. Sé lo que va a decir,
y tengo miedo de que lo diga.
-Bueno, entonces más vale que me vaya.
Se estremece al incorporarse.
¿Ahora? No puede irse ya.
-No, no te vayas.
Estoy en caída libre, cada vez me hundo más y más. No puede
marcharse; es un tremendo error. Un error mío. Pero tampoco puede quedarse si está enamorada de mí. No puede.
-No tiene sentido que me quede -dice, y se levanta con presteza de la
cama, envuelta aún en el albornoz.
Se marcha de verdad. No puedo creerlo. Me levanto yo también con
movimientos torpes para detenerla, pero su expresión me deja paralizado:
una expresión desolada, fría y distante que nada tiene que ver con mi Ana.
-Voy a vestirme. Quisiera un poco de intimidad -dice, y su voz suena
vacía y apagada cuando se vuelve y sale de la habitación cerrando la
puerta a su espalda.
Me quedo con la mirada fija en la puerta cerrada.
Es la segunda vez en el mismo día que me deja plantado y se marcha.
Me siento y hundo la cabeza en las manos tratando de calmarme, de
racionalizar mis sentimientos.
¿Me quiere?
¿Cómo ha podido suceder? ¿Cómo?
Grey, maldito idiota de mierda.
¿Acaso no implicaba un riesgo desde el principio tratándose de alguien
como ella? Alguien bueno, inocente y valiente. El riesgo de que no me
viera tal como soy hasta que fuese demasiado tarde. De hacerla sufrir de
esa manera.
¿Por qué resulta tan doloroso? Siento como si me hubieran perforado
el pulmón. La sigo fuera de la habitación. Puede que ella quiera intimidad,
pero, si me deja, yo necesito ropa.
Cuando entro en mi dormitorio, Ana está duchándose, así que
rápidamente me pongo unos vaqueros y una camiseta de color negro,
acorde con mi estado de ánimo. Cojo el teléfono y empiezo a pasearme
por el apartamento. Por un momento siento la necesidad de sentarme al
piano y arrancarle algún lamento desconsolado. Pero, en vez de eso, me
quedo de pie en medio del salón; siento un vacío absoluto en mi interior.
Sí, vacío.
¡Céntrate, Grey! Has tomado la decisión correcta. Deja que se vaya.
Me suena el móvil. Es Welch. ¿Habrá encontrado a Leila?
-Welch.
-Señor Grey, tengo novedades. -Su voz es áspera al otro lado del
hilo. Ese hombre debería dejar de fumar: parece Garganta Profunda.
-¿La has encontrado?
La esperanza mejora un poco mi estado de ánimo.
-No, señor.
-Entonces, ¿qué pasa?
¿Para qué narices llamas?
-Leila ha dejado a su marido. Él mismo me lo ha admitido al final.
Dice que no quiere saber nada de ella.
Eso sí son novedades.
-Entiendo.
-Tiene una idea de dónde podría estar, pero no va a soltar prenda hasta
recibir algo a cambio. Quiere saber quién tiene tanto interés en su mujer.
Aunque no es así como la ha llama-do él.
Reprimo mi incipiente arrebato de ira.
-¿Cuánto dinero quiere?
-Ha dicho que dos mil.
-¿Que ha dicho qué? -suelto a voz en grito perdiendo los estribos-.
Pues nos podía haber dicho la puta verdad. Dame su número de teléfono;
necesito llamarlo... Welch, esto es una cagada monumental.
Levanto la vista y veo a Ana de pie con expresión incómoda en la
entrada del salón, vestida con unos vaqueros y una sudadera horrenda. Me
mira con los ojos muy abiertos y el rostro tenso y serio. Junto a ella está
su maleta.
-Encontradla -espeto, y cuelgo el teléfono. Ya me encargaré de
Welch más tarde.

Christian Durante La RupturaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora