Estaba sintiendo la vida de esa manera, con el piso cambiando de posición cada cinco segundos, con esa bella locura del retraso de la imágenes. Capaz de hablar de lo que quisiera a quien fuera que se presentara en el camino.
A pesar de que estuviera en ese estado frenético y efímero, podía sentir la distensión de sus músculos, el correr de su propia sangre en esas venas ajenas, sintiendo como en cada paso que daba se presentaba la inmensidad del todo y de la nada. La muerte y la vida, la creencia del permanente bienestar y la depresión eterna, las luces parpadeando en un azar sincronizado y la inmensa oscuridad del espacio. Todo llevaba, de alguna manera u otra al fin y al inicio, a lo mismo.
La esencia de la calle por la que le costaba caminar parecía hablarle al oído, susurrándole suavemente el nombre de cada callejón con el que se topaba. Entonces, giraba la cabeza para encontrarse con distintas fases, recorridos, puertas, finales e inicios. Pero había discontinuación entre su cabeza y su cuerpo: mientras una solo no podía distinguir la dirección de sus pasos, ni la altura de aquello que la rodeaba, la otra iba desvistiendo la cara nocturna de la ciudad, develando las entrañas de todo lo que transitaba en ella. En un solo parpadeo, cada persona que pasaba por allí quien sabe porqué motivo parecía transformarse en un cúmulo de colores, de emociones, de canciones. El cemento ya no era nada más que un extraño y frío río lleno del agua más azul que jamás había apreciado en su corta pero extraña existencia. El azul más engañoso, más profundo, peligroso y atractivo, en la combinación más inusual de verde y cian.
Y aunque su visión fallara, ese paraíso nuevo que se le presentaba no la espantaba, sino que la llamaba a nacer para morir en él, compartiéndole todo lo que sabía pero que a nadie importaba. Y sin embargo, su sonrisa era confusa, una especie de saludo y despedida difusa entre ella y sus propias alucinaciones... Nada duraba más de lo que únicamente se le estaba asignado a rozar en la existencia.