Las reflexiones que le proporcionaron sus aventuras desde la última vez que había participado en estas alegres francachelas ocuparon su mente durante algún tiempo mientras se sentaba en los escalones de la puerta de la casa de un caballero. Tan pronto estas reflexiones se acabaron, se levantó y decidió ocupar su puesto en la misma posada que recordaba con tanto deleite, de cuyos clientes esperaba recibir, mientras iban y venían, una propina caritativa.
Acababa de llegar al patio de la posada antes de que un carruaje saliese de él, cuando, girando en la esquina donde ella estaba colocada, paró para darle al cochero la oportunidad de admirar la belleza del panorama. Entonces Eliza avanzó hacia el carruaje y estuvo a punto de pedir caridad, pero clavando sus ojos en la mujer que estaba dentro, exclamó:
—¡Lady Harcourt!
A lo que la mujer respondió:
—¡Eliza!.
—Si, señora, la desdichada Eliza en persona.
Sir George, que también se encontraba en el carruaje, pero demasiado sorprendido para hablar, se disponía a pedirle a Eliza una explicación sobre la situación en la que se encontraba, cuando Lady Harcourt, en un ataque de alegría, exclamó:
—¡Sir George, Sir George, no es sólo Eliza, nuestra hija adoptiva, sino nuestra verdadera hija!
—¡Nuestra verdadera hija! ¿Qué quiere decir, Lady Harcourt? Sabe que nunca tuvo hijos. Le pido una explicación, se lo suplico.
—Ha de recordar, Sir George, que cuando zarpó a América me dejó embarazada.
—Sí, sí, continúa querida Pollo.
—Cuatro meses después de que os fuerais, me fue entregada esta niña, pero temiendo vuestro justo resentimiento al resultar no ser el chico que deseabais, la llevé a un almiar y la tendí allí. Pocas semanas después volvisteis y, afortunadamente para mí, no hicisteis preguntas sobre el asunto. Satisfecha con el bienestar de mi hija, pronto olvidé que tenía una
hija. Tanto fue así que, cuando poco después la encontramos en el mismo almiar en el que la había dejado, ya no me acordaba de que fuese mía más de lo que vos os acordabais, y me atreveré a decir que nada me habría devuelto el suceso a la memoria salvo el escuchar su voz ahora de esta manera, que me parece el perfecto doble de mi propia hija.
—El relato racional y convincente que habéis hecho de todo el asunto —dijo Sir George— no deja lugar a dudas de que es nuestra hija y, como tal, perdono abiertamente el robo del que fue culpable.
Una mutua reconciliación tuvo lugar entonces y Eliza, subiendo al carruaje con sus dos hijos, regresó a esa casa de la que había estado ausente cerca de cuatro años.
En cuanto volvió a disfrutar de su antiguo poder en Harcourt Hall, reunió un ejército con el que demolió por completo el Newgate de la duquesa, acogedor como era, y mediante ese acto se ganó la bendición de miles de personas y los aplausos de su propio corazón.