Cuando volvieron las damas, su asombro fue enorme al encontrar en lugar de Eliza la siguiente nota:
"Señora:
Nos hemos casado y marchado.
Henry y Eliza Cecil".
La señora de la casa, tan pronto como leyó la carta, que explicaba suficientemente todo el asunto, cayó en el más violento de los arrebatos y, tras pasar una buena media hora llamándoles las peores cosas que su rabia pudo sugerirle, mandó tras ellos a trescientos hombres armados, con la orden de no regresar sin sus cuerpos, vivos o muertos; con la intención de que, si le fuesen traídos en la primera de las condiciones los mataría con algún tipo de tortura, tras algunos años de reclusión.
Entretanto, Henry y Eliza continuaron su fuga hacia el continente, el cual consideraban más seguro que su tierra natal, pensando en las horribles consecuencias de la venganza de la duquesa, lo que con tanta razón tenían de recelar.
Se quedaron tres años en Francia, durante los cuales fueron padres de dos niños, y al final de este periodo Eliza quedó viuda sin nada para mantenerse a sí misma ni a sus hijos.
Desde el momento de su matrimonio habían vivido a razón de 18.000 libras al año, pero al ser el patrimonio del señor Cecil bastante menos de la veinteava parte de dicha cantidad, no habían sido capaces de ahorrar sino una nimiedad, pues habían vivido al límite de sus ingresos.
Siendo Eliza perfectamente consciente de la precariedad de su hacienda, inmediatamente tras la muerte de su marido zarpó rumbo a Inglaterra en un barco de guerra de cincuenta y cinco cañones que habían construido en sus días más prósperos. Pero tan pronto como pisó tierra firme en Dover, con un niño en cada mano, fue capturada por los oficiales de la duquesa y llevada a la acogedora y pequeña Newgate[Prisión londinense] propiedad de la dama, que ésta había hecho construir para la recepción de sus propios prisioneros privados.
En cuanto Eliza entró en el calabozo, el primer pensamiento que le vino a la cabeza fue cómo salir de allí.
Se acercó a la puerta, pero estaba cerrada. Miró a la ventana, pero estaba cruzada con barras de hierro; frustrada en ambas esperanzas, estaba a punto de desesperar de su fuga cuando, afortunadamente, vio en una esquina de su celda una pequeña sierra y una escalera de cuerda. Se puso al instante a trabajar con la sierra, y en pocas semanas había cortado todos los barrotes salvo uno, al cual ató la escalera.
Entonces apareció una dificultad que, durante unos momentos, no supo cómo sortear. Sus hijos eran demasiado pequeños para bajar la escalera por sí mismos, y tampoco le era posible a ella cogerlos en sus brazos mientras lo hacía. Finalmente decidió arrojar toda su ropa, que tenía en gran cantidad y, habiéndoles dado orden estricta de no hacerse daño, tiró a sus hijos tras la ropa. Ella descendió con facilidad por la escalera, al final de la cual tuvo el placer de encontrar a sus hijitos en perfecto estado de salud y profundamente dormidos.
Entonces se vio en la fatal necesidad de vender su guardarropa para la preservación tanto de sus hijos como de sí misma. Con lágrimas en los ojos, se separó de las últimas reliquias de su antiguo esplendor, y con el dinero que obtuvo de ellas compró otras más útiles, algunos juguetes para sus hijos y un reloj de oro para ella.
Pero apenas estuvo provista de todo lo necesario que he mencionado, empezó a sentir bastante hambre y tuvo razones para pensar, a causa de los mordiscos en dos de sus dedos, que sus hijos se hallaban en la misma situación.
Para remediar estas inevitables desgracias, decidió volver a buscar a sus viejos amigos Sir George y Lady Harcourt, de cuya generosidad se había beneficiado tan a menudo y esperaba beneficiarse tan a menudo en el futuro.
Tenía aproximadamente que viajar cuarenta millas antes de llegar a la acogedora mansión, y tras caminar treinta sin parar, se encontró en la entrada de una ciudad, donde en tiempos más felices, solía acompañar a Sir George y a Lady Harcourt a comer platos fríos en alguna de las posadas.