Susurros

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Trescientas gotas de lluvia contó desde la ventana. Probablemente menos de trescientos segundos, o más. Su mente viajaba lejos, perdida. Se refugiaba en gritos externos, como si absorbiera el sonido pero no las palabras. El timbre, el volumen, incluso la melodía queda entre cada diente.

Sin embargo estaba sorda y ciega, aún viendo cada color vivo rodeándola. Le asustaba la facilidad de perderse, las pocas ganas de sentir. Temblaba, aunque lo olvidase horas después.

Su atención era nómada, viajaba sin parar y no se quedaba en el mismo sitio por un tiempo prolongado.

La ausencia del sentido era su más grande dilema, pues en esa ausencia encontraba la presencia de recuerdos archivados, registrados pero no leídos.

No sentía mucho, y cuando sentía era apoteósico e inevitable.

Lo poco que quedaba grabado era insulso e inútil. Se clavaba cuchillos en llagas abiertas para dejar esas cicatrices, sabiendo que eran las únicas que no desaparecerían en el tiempo y su memoria.

No se consideraba masoquista, no lo hacía a próposito, dar importancia a estupideces era su pan de cada día, pan que comía con disgusto y peligro de ahogo.

Escribía palabras compuestas de letras y olvidaba la anterior al escribir una nueva, frases inconclusas saliendo de su boca o puño, frases insensatas y rozando lo insensible en sus épocas más oscuras.

Sabía que la impulsividad era su problema, uno arraigado muy adentro, tanto que no se veía siendo de otra manera.

Y aún siendo así podía retener fácilmente palabras, gestos e incluso sentimientos. Se odiaba por ello, pues cuánto más corazón y menos tripas necesitaba, dudaba, callaba y lloraba.

Tres sonrisas más siete lágrimas, una suma fácil y continua.
Los números no eran lo suyo, pero era lo más práctico si quería olvidar.

El reflujo de su cabeza hervía, y aún así sus ideas no daban la señal de alarma. La tapa seguía cerrada acumulando calor, espérando la máxima explosión.

No entendía muchas cosas, y las pocas que entendía no eran suficientes.
El mundo y su tendencia egoísta a seguir girando, pensaba. Sus zapatillas rotas de tanto correr detrás del tiempo, intentando no perderlo de vista.

Ocho páginas, catorce sonidos, dos olores y ningún recuerdo.

No lloraba hacía mucho, la fatiga no lo permitía. Los días siendo iguales pasaban a descontinuo como un borrón en una cámara mal enfocada.

Los ojos pesaban pero no se cerraban, la cabeza dolía pero seguía soñando.

Una pareja, dos corazones rotos, ninguna caricia y muchos besos.

Llevaba la cuenta de lo que creía ver en la ventana de nuevo, las gotas desapareciendo sin la lluvia que las hiciese revivir.

Dos sonrisas, una escondiendo incertidumbre, la otra solo invitándola a venir.

La incertidumbre no era dulce, pero la conocía, siendo buenas amigas.

Si tan solo el limbo no fuera tan denso, si la marea no estuviera tan revuelta, si el pasado no golpease al presente y si el causante hablara claro.

Aún así el pelo rubio ya no tapaba su cara ya no tan aniñada, solo endureciéndola, como si nunca hubiera sido acariciada por su mano antes, aunque prefiriese un durante.

El silencio presionaba en sus oídos y el sonido explotaba en sus tímpanos.
Quizás todo fuera mejor en otra vida, errores cometidos solo olvidados y no revividos.
Su mente siguió sin brillar entre tanto garabato.

Un punto negro en el centro, capturando toda luz como un intento de suicidio.

Las palabras se acaban.
Las palabras se acabaron.

El rincón de mis desvaríosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora