Capítulo 2

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Samantha Landers

Me desperté temprano; era el primer día de clases y no quería llegar tarde. Estaba emocionada, ya que sería mi último año escolar y luego... Pues luego ir a la universidad y estudiar Medicina. Por suerte, no tendría que ir a la universidad de mi instituto; no lo odiaba, pero ya estaba completamente cansada de ese ambiente. No había algo que deseara más que salir de ese infierno. Tenía 15 años, estudiaba en el Colegio San Francisco del Paraíso. En Caracas, Venezuela. Era uno de los institutos con más renombre de la ciudad. Ahí estudiaba, además del resto del mundo, con mi vecina y mejor amiga: Camila Di Salvo, una chica de familia italiana.

Me alisté para ir a clases con el típico uniforme de chemise beis y pantalón de lino azul oscuro. A veces deseaba que a las chicas nos permitiesen usar falda; al menos, era más femenino. Me miré al espejo y comencé a maquillarme, algo natural, no me gustaba sobrecargar mi rostro. Cami siempre decía que menos era más, es decir, menos maquillaje equivale a más bonita. Muchos decían que una mujer al natural era hermosa, y claro que sí, pero bien maquillada lo era más. ¿Han visto esos tutoriales que aparecen en las redes sociales? Son de muerte lenta.

En fin, les seguía hablando de mi instituto: lo único que me atormentaba de este era su población estudiantil. Las chicas eran huecas, Cami a veces lo era; yo la quería mucho y la conocía desde el jardín de niños que cursamos en el mismo colegio. Se suponía que el San Francisco podría crear mini-Einstein, pero también los creaba huecos.

¿Por qué huecos? Porque sus conversaciones eran completamente estúpidas. Algo como: mira mi último celular, me fui a otro país de vacaciones, mi madre se hizo las lolas, mi madre está mejor que la tuya, yo tengo más dinero que fulanita, etc., etc., etc. Sí, huecas, usualmente eran las mujeres quienes hacían eso; pero, claro, los hombres tampoco se salvaban, aunque con ellos la cosa era más relajada.

La otra desventaja del San Francisco era que todo el mundo se enteraba de todo. Si te dabas tu primer beso, no habías terminado cuando ya todos lo sabían; si tuviésemos un periódico también saldría en él. No había respeto en absoluto por la privacidad ajena; es más, eso ni siquiera existía. Las madres incluso estaban más buenas que las hijas y todas iban a lucirse frente a los alumnos y otras representantes.

Bien, siempre pensé que esas mujeres eran carentes de maridos o la menopausia les había sentado supermal. De otra forma, ¿por qué unas viejas iban a coquetearle a niños que podrían ser sus hijos?, a menos que estén entrenando a sus hijas en el arte de la seducción masiva. En fin, cogí mi mochila y, con mi mejor sonrisa, me encaminé hacia la cocina. Mi nana tenía ya el desayuno listo; como siempre, lo comería en el automóvil.

Mi padre era ingeniero civil y mi madre era arquitecta. Ambos estaban más fuera del país que dentro, pero no me quejaba, prefería tenerlos algo lejos; de esa forma era más independiente de lo habitual en una joven de mi edad.

—¡Buenos días, nana! —Bueno, excepto por la nana, quien hacía perfectamente de madre y padre.

—Buenos días, pequeña Samy, el desayuno está listo.

—Gracias —le di un abrazo, y besó mi frente—, eres la mejor.

—¡Bah! No exageres, pequeña farsante.

—¡Uy! No me des golpes bajos tan temprano —le sonreí, y presionó mis mejillas sonriéndome.

Cogí la bolsa con el desayuno y me encaminé hacia el hogar de mi loca vecina. Ella ya estaba afuera, ultramaquillada y coqueta. Era extraño el hecho de que dos personas como nosotras fuésemos amigas. Ella era superpopular y yo más bien normalita y bajo perfil. Aunque las ventajas de todo eso era que nadie me molestaba o sería degradado por ella en el rango de popularidad. Sí, absurdo, pero cierto.

Matiz - Un amor marginadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora