La vigilia

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Mayet se sentó en el sillón y miró hacia la ventana. Las cortinas estaban corridas, así que no había nada que ver, pero observó de todos modos. Podía oírlos hablar en el otro cuarto. Habían dejado la puerta abierta, así que debieron querer que ella escuchara.

—Ella no duerme —dijo la madre de Mayet—. No más de un par de horas, y solo lo hace si estoy con ella. La semana pasada la dejé unos minutos sola para preparar té y, cuando se despertó y vio que yo no estaba ahí, comenzó a gritar. Nunca oí a nadie gritar de esa manera.

La doctora se aclaró la garganta.

—¿Desde cuándo pasa esto?

—Semanas.

—¿La ha visto su terapeuta?

—Sí, incluso nos recetó algo, pero ella no tomará medicinas. Por eso nos dijo que te llamáramos. ¿Puedes ayudar?

—No sabremos hasta que hable con ella. Iré a presentarme.

—¿Debería ir?

—Es mejor si no lo haces. Pero puedes escuchar.

—Si estás segura...

—Es mi trabajo, señora Bautista. Déjeme trabajar.

Mayet oyó pasos sobre la alfombra. Sintió, sin darse vuelta, la presencia de la doctora detrás de ella, y su madre deambulando en la puerta. No dijo nada. La doctora se sentó en el suelo junto a su sillón.

—Hola, Mayet —dijo ella.

Mayet alzó una mano para realizar un gesto de saludo.

—Es un placer conocerte. He estado hablando con tu madre y alguno de tus amigos; muchas personas están preocupadas por ti. Ellos piensan que puedo ayudar. Si hablamos un poco, veremos si tienen razón.

Mayet jugueteó con sus dedos, que se sentían débiles y con hormigueo. Era algo que sucedía después de tres días sin dormir. Se lamió los labios antes de hablar.

—¿Eres una psiquiatra?

—No. En realidad lo que hago no tiene nombre. Puedes llamarme como una especie de consejera. Trato con adolescentes que se rehúsan al tratamiento normal para sus problemas.

—Estás aquí para hacerme tomar las pastillas.

—Estoy aquí para averiguar qué es lo que te molesta, y esperemos que también encuentre una forma de solucionarlo. No estoy aquí para obligarte a hacer nada que no quieras hacer. ¿Podemos hablar un poco?

Mayet se encogió de hombros.

—¿Por qué no me cuentas por qué tienes miedo de dormir?

—No tengo miedo de dormir. Amaría poder dormir. Es lo único en lo que pienso.

—Eso es bueno.

—Tengo miedo de despertarme.

—¿Perdón?

—Por el hombre que me observa.

—...¿Qué hombre?

Mayet sacudió la cabeza. La luz que salía de las cortinas le dañaba los ojos, aunque no hubiera demasiada.

—No es un hombre, en realidad. Ni siquiera parece un hombre. Parece como un... animal muerto. Y viene a mi cuarto y me mira mientras duermo, a menos que alguien esté conmigo.

—Ya veo. ¿Y qué te hace pensar eso?

Mayet se volteó a ver a la doctora por primera vez, para darle una mirada de disgusto.

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