Los Pactos

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  Pactamos que el primero de los dos que muriera volvería para describirle al otro el más allá. Hice aquello sin convicción, pero esperanzado en que ayudara a Gladis a olvidar sus fantasías escatológicas. Le encantó mi aparente disposición para hacer algo cuya realización dudé, y por algunas semanas dejó de fastidiarme con preguntas sobre qué pasa cuando uno muere. Yo no tenía tiempo para debatir tonterías, pues mi trabajo exigía estar al pendiente de obtener adjudicaciones para proyectos bien pagados. La imprenta iba dando tumbos y yo debía ganarme la vida, no tanto por mi mujer, sino porque detesto carecer de algo. No bien Gladis y yo convinimos aquella estupidez, me entregué en cuerpo y alma a adquirir encargos benéficos para mi bolsillo. Entretanto, mi esposa se limitó a perder tiempo en sus círculos de lectura de la Biblia, reunión semanal que celebraba con una partida de viejas solteronas, ávidas de creer que tienen un lugar reservado en el Paraíso.
Para entonces, yo estaba casi harto de Gladis. Las cosas habían cambiado mucho desde que nos hicimos novios e incluso marido y mujer. Su educación religiosa la había convertido en una crédula insoportable. Yo le echaba en cara que le convenía vivir con los pies en la tierra, es decir, dedicarse a pasarlo bien durante su tiempo de vida y olvidar recompensas o castigos ultraterrenos. Ella lloraba en silencio y me reprochaba mi ateísmo, pero se negaba a dejarme. No le importaba ir sola a la parroquia, ni mi constante negativa a tener hijos. Parecía indiferente a mi urgencia de subsanar la falta de oportunidades que tenía para vivir como ser humano, debida a los múltiples problemas escolares que había sufrido en la juventud.
Obtuvimos una adjudicación. Nos encargaron imprimir dos millones de ejemplares de un texto incomprensible, elaborado en no sé qué dependencia del gobierno. El contenido era lo de menos, no así la jugosa cantidad que significaría su impresión. Mis socios estaban tan contentos como yo, y cuando terminó aquel proyecto celebramos en una cantina, donde prácticamente pernocté. Me acompañó una chica recomendada por un primo lejano; se llamaba Doris y apenas había llegado a México. Era una ignorante y odiaba la escuela, así que pretendía trabajar a toda costa.
—Si no hallo algo convencional —me confió—, me haré puta.
Me chocó la idea de verla en brazos de cualquier pelafustán. Me gustaba y decidí convertirla en mi amante, para lo que debería darle un lugar en nuestro negocio. Mis socios no replicaron, pues sabían que mi voz tenía más peso que la suya —yo era el accionista mayoritario. Le di a Doris un anticipo para que rentara una vivienda; se instaló en un departamento de una recámara, donde a la postre nos habituamos a fornicar de la tarde a la noche, tan pronto como salíamos de la oficina. Gladis fue incapaz de suponer que yo la engañaba; aquejada de sinusitis, le era imposible oler el perfume de mi amante en mi cuello, así como alterarse por mi evidente descuido de nuestro matrimonio. Yo lo pasaba como si fuera un chiquillo recién adscrito al mundo erótico. La juventud de Doris favorecía mi necesidad de vigor para trabajar, y su aparente devoción me impulsaba a apresurar mi divorcio con Gladis.
Creía necesitar una causal de peso para demandar a Gladis, aunque hoy sé que me hubiera bastado con aliarme con un leguleyo e inventar pretextos. Una tarde en que no podría acostarme con Doris porque ella atravesaba sus días, decidí espiar a mi mujer. Esperé su salida de la parroquia y me encantó verla acompañada por un fulano de aspecto afeminado que, Biblia en mano, parecía disertar. Mi espera no bastó para atestiguar signos de traición. De todos modos, era inútil esperar que Gladis se volviera adúltera. No se lo permitía su educación fanática. Me quedé con las ganas de hacerle un escándalo in situ; la vi separarse del tipo aquel y emprender el regreso a casa. Fui tras ella a prudente distancia, deseoso de que la atropellaran o la asaltaran con métodos fatales; pero nada le ocurrió.
Reinicié mi adulterio y una noche, mientras Doris y yo descansábamos del sexo, fumando y bebiendo whisky, le conté que estaba decidido a terminar con Gladis para casarme otra vez.
—¿Conmigo?
—¿Tú que crees?
Le gustó la idea porque el negocio iba mejor que nunca. Nos habían adjudicado dos proyectos de cuantiosa recompensa. A últimas fechas habíamos incrementado el número de ayudantes, cuyo capataz era Doris.
—Podrías hablar con Alejo —me recomendó—. Lo creo capaz de seducir a tu mujer.
—¿Por qué? —pregunté molesto—. ¿Trató de seducirte?
—Sí, pero no pudo. Yo soy tuya.
Preferí considerarla sincera y cavilé sobre su propuesta. Al final le pedí que instruyera a Alejo para la faena, previo pago por debajo del agua. El tal Alejo era un papanatas negado para el estudio y sátiro a más no poder; sus andanzas sexuales en el barrio donde sobrevivía lo habían metido en líos con propios y extraños. Aparentemente se había calmado cuando una banda de narcos lo amenazó con ejecutarlo si les disputaba la atención de las niñas de secundaria, pero el afán de tener carne mujeril de continuo prevaleció. En cuanto Doris me indicó que todo estaba listo, me apresté para capturar a mi mujer con las manos en la masa. Alejo ingresó en el círculo de lectores de la Biblia, quizá interpretando muy bien su papel; según los informes que le pasaba a Doris, era capaz de hacerse pasar por creyente irredento, así como de leer sin error dos líneas seguidas. Sus compañeros del círculo empezaron a estimarlo; finalmente, durante una comida preparada para recaudar fondos con noble destino, se lanzó a la conquista de Gladis, haciendo gala de una verborrea fascinante para cualquier fulana desatendida por su fulano. En el caso, no dudo que la infeliz haya extrañado los momentos en que yo le hablaba dulcemente al oído, destilando cualquier mentira con tal de moverla a aceptarme.
Los fotografié desde mi auto cuando se alejaban juntos y aun a las puertas de mi casa, donde se besaban en la mejilla. Alejo no lograba entrar, pero ése era su problema. Ya no me importaba su participación. Las fotografías que tenía eran suficientes para exigirle a Gladis el divorcio. Pero el destino tenía otro plan. Justo la noche en que pretendía tratar el punto con Gladis, ella tardó en llegar. Se había soltado un chaparrón, de ahí que sin duda tuviera que refugiarse en la parroquia o en algún umbral. La esperé dos horas, fumando y molestándome a placer. Por fin llegó a la medianoche; la vi con odio, pero al punto noté que algo grave le ocurría. Se desmayó al entrar en la habitación; la puse en la cama y llamé a un médico, pues no quería que me culparan si ella moría. El médico diagnosticó neumonía severa; había que hospitalizar y emprender tratamientos cuidadosos. Hice de tripas corazón y mandé al hospital a la enferma. Con tal de estar con Doris, no visité a mi mujer en ningún momento; la atendieron enfermeras diligentes, quienes me vieron con malos ojos cuando por fin dejaron ir a la enferma, supuestamente recuperada.
El día en que volvió a la casa, una gragea que debía tomar la puso a dormir a pierna suelta. No evité abrir la ventana de par en par y dejar que el aire frío estragara la precaria salud de la durmiente. Pasé la noche en la sala, haciéndolo con Doris y seguro de que Gladis no tardaría en morir. Tenía razón. Recayó y fue tarde para mandarla al hospital. Claro que negué la posible embestida de una corriente de aire. La enferma sufrió convulsiones y terribles accesos de tos, y justo antes de morir me dijo: "Recuerda..." No comprendí a qué se refería.
La sepulté a toda prisa en el cementerio donde yacían sus padres. La tercera noche posterior a su muerte, volví de la oficina y descubrí, en el polvoriento suelo de mi habitación, huellas inconfundibles. Preferí creer que ella las había impreso antes de morir, y que ahí habían permanecido porque yo estaba negado para labores domésticas. Doris se mudó a mi casa y por meses vivimos como adolescentes noveles en materia de sexo. No le mencioné nada sobre la presunta venida sobrenatural de Gladis. Fui feliz y creí que hacía feliz a Doris, pero ella era muchos años menor que yo y necesitaba mudar de costumbres. Con el paso del tiempo, las cosas se fueron a pique en mi nueva vida amorosa y en la empresa. Los contratos dejaron de fluir, el dinero ya no bastó para afrontar responsabilidades, mis socios me volvieron la espalda. Muchos trabajadores fueron despedidos sin indemnización, de modo que al instante me demandaron; aplaqué a fuerza a Alejo, quien me chantajeó con denunciar mi estratagema pro divorcio ante media humanidad, máxime porque había sido financiada con recursos de la imprenta. Pagarle a ese miserable me forzó a pensar en escarmentarlo. Como ya no tenía nada que perder, tanto daba que lo pusiera en su sitio como recompensa por su altivez. El problema fue que no caería él solo.
Doris se hartó de mí. La magra existencia que prometía su estancia conmigo la horrorizó, así que destinó una noche para anunciarme su afán de irse para siempre.
—No intentes buscarme —acotó—. Perderías el tiempo.
—Nadie te buscará —dije, habiendo resuelto jugarle una broma—. Pero antes de que te vayas quiero que hagamos un pacto.
—Ni lo sueñes.
—Es sencillo. Lo cumplirías al morir.
—Estás loco.
La tomé por los brazos y la fulminé con la mirada.
—El primero de los dos que muera volverá del más allá y le dirá al sobreviviente cómo es el Paraíso.
Tragó saliva, evidente signo de pavor.
—De acuerdo —balbuceó—. Claro...
Hice aquello para divertirme y para recordar a Gladis. La echaba en falta no por amor, sino por la necesidad de sentirme acompañado en momentos difíciles. Doris me abandonaba por mis embrollos económicos, que no eran nuevos, y en el pasado mi fallecida esposa me había acompañado en las buenas y en las malas. Doris empacó y se fue. Me asomé por una ventana y vi que se reunía con Alejo. Enfurecí. Abordaron un auto destartalado y se alejaron despacio. Aproveché para seguirlos hasta un barrio lejano, plagado de terrenos baldíos. Me fastidió que Doris me hubiera cambiado precisamente por aquel crápula. Entraron en una casucha de un piso, cuya puerta dejaron abierta mientras Doris metía su equipaje. Descendí de mi auto y me acerqué a mis víctimas, ocultándome detrás de postes y matorrales. Me armé con un tubo de hierro encontrado en el piso, y entré en la casa cuando la pareja se disponía a encerrarse. No di tiempo para oír súplicas. La emprendí a mandobles contra los tórtolos y los dejé muertos en el suelo, bañados en sangre. Salí por piernas, cuidándome de no ser visto; abordé mi auto y hundí el acelerador hasta que volví a casa. Ya en mi cuarto, resoplé y me tumbé en la cama, listo para afrontar ulteriores reveses. Me sentía bien por haber escarmentado a Doris y compañía, pero mal por no poder olvidar a Gladis. La extrañaba tanto y había perdido la oportunidad de verla cuando volvió. Me quedé dormido.
Desperté al filo del amanecer porque sentí que no estaba solo. La desabrida luz matinal daba al cuarto un brillo tétrico. Doris estaba junto a la cama, con los brazos inermes, ensangrentada y mirándome con ojos vidriosos. De inmediato recordé nuestro pacto, y en lugar de horrorizarme le pregunté mi máxima duda, si había visto a Gladis. Antes de desaparecer, Doris dijo:
—Ella no está allá.  

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