Muerte

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Mis días eran lentos, tristes, pasaban en una lenta tortura que lograba marchitarme aún más

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Mis días eran lentos, tristes, pasaban en una lenta tortura que lograba marchitarme aún más. Mi vida no tenía sentido, había perdido el norte. Por ello, cuando viniste a por mí, no tuve miedo, no me asusté, solo me dejé llevar.

Recuerdo ese día como si fuera ayer, o quizás es que fue ayer, no me acuerdo; la perfección del tiempo se disuelve en este espacio  en el cual me encuentro.

Había vuelto a casa después de dejar a mis hijos en el instituto y, después de hacer los baños, las camas, fregar, me tumbé en el sofá. Estaba cansada y no podía seguir así. Sabía que mi vida comenzaba a tambalearse y que se escapaba de mis dedos, sin embargo yo no podía solucionar el problema.

Las personas que no eran cercanas a mí pensaban que mi vida era divertida y amena. Pero no tenían ni idea. Las constantes cenas con señores rígidos y aburridos, los cuales solo pensaban en el dinero, eran demasiado apabullantes. Lo odiaba.

Cada vez que debía ir a un compromiso de la alta sociedad notaba cómo me agobiaba, cómo mis piernas temblaban y cómo mis palmas empezaban a sudar. Entraba en pánico tan constantemente que ya se había vuelto algo normal en mi vida. Tener que reír y sonreír a las personas cuando por dentro  me estaba muriendo me resultaba demasiado, superaba mis fuerzas.

Mi armario del lavabo, bastante grande a decir verdad, estaba compuesto por pastillas. De diferentes tamaños, colores y sabores, pero todas cumplían una misma función: intentar que la depresión no se apoderase de mí y lograr que viviera un día más.

No sé cuándo empecé a sufrir esta larga agonía, sin embargo lo que sí puedo asegurar es que ya llevo con ella gran parte de mi vida: desde que nació mi primer hijo.

Al principio, cuando mi pequeño Elia nació todo había sido risas y felicidad. Mi marido estaba más en casa, hablábamos más, salíamos a dar un paseo con la excusa de sacar al pequeño, sin embargo, cuando Elia tenía ya un año y empezó a tener problemas de salud, todo se desmoronó. La incertidumbre de saber qué estaba sucediendo y los llantos del pequeño lograron que mi marido pasase más tiempo en los bares de mala muerte que dentro de casa. Luego, con el paso de los meses, él casi no aparecía y de lo único que era consciente era de todas las mujeres que pasaban por su cama.

Los dos siguientes niños fueron un intento de mejorar nuestro matrimonio, de salvarlo. Yo me negaba a pensar que había perdido seis años de mi vida con un hombre mentiroso y rastrero que lo único que quería era mi dinero. Por ello me aferraba a la esperanza de que, con nuestros hijos, se diera cuenta de que tenía a una familia con la que estar. No fue así.

Cuando nuestra última hija nació, me di cuenta de que nuestro matrimonio no tenía futuro. Él durante todo el embarazo estuvo muy ausente y cuando yo estaba en la labor de parto ni tan siquiera se dignó a aparecer por el hospital.

Sin embargo no nos separamos. Nuestro contrato prematrimonial dictaba que mi asqueroso marido debía darme la mitad de las ganancias que su empresa de coches conseguía cada año, y él, con lo rácano que era se negaba a darme su dinero y, además, a mí no me convenía en absoluto que la prensa hablase sobre nuestra vida privada. A pesar de que mi hogar se estaba destruyendo mi vida laboral estaba en auge. Me llovían los contratos, pero yo debía rechazar la mitad. En parte porque necesitaba quedarme con mis hijos y en parte porque la depresión que sufría me impedía hacer algo más que no fuera llorar en la cama.

Así estuve durante tres largos y tediosos años. Cuidando a unos niños cada vez más mal criados: demasiado acostumbrados a las comodidades como para aceptar un no por respuesta y con un padre ausente. Por lo tanto, cuando tú viniste a por mí, querida muerte, sonreí. Por fin mi sufrimiento desaparecería y podría ser feliz.

Tú, en cuanto me viste me abrazaste y yo, siendo consciente de que por fin podría descansar, empecé a llorar entre tus brazos.

—Soy la muerte y vengo a por ti —dijiste, con una voz suave y cálida que me sorprendió. También me causó asombro lo hermosa que eras. Ay, muerte mía... eres tan bella; tu pelo rubio brillaba como el sol, tu dientes eran como perlas, tu sonrisa era preciosa... Tú eras la persona más guapa que había visto en mi vida y quedé prendada de ti en cuanto tus ojos negros como el carbón se posaron en mi demacrado rostro.

Recuerdo cómo me sonreíste y me abrazaste, mientras seguías diciendo "soy la muerte y vengo a por ti". No sé cuánto tiempo estuvimos así, puede que fueran horas, la verdad es que no importaba... en ese momento lo único que quería hacer era estar en tus brazos y no apartarme de ti nunca más, sin embargo mis deseos no se iban a volver realidad, porque al poco tiempo todo se volvió negro y desapareciste.

Ahora, aunque no sé dónde estoy, puesto lo único que soy capaz de ver es una vasta extensión de hierba, me encuentro en paz. A pesar de que para mis hijos será un duro golpe y que mucha gente se sentirá decepcionada al saber cómo morí, sé que a la larga solo será un vago recuerdo y que lo superarán.

Yo, por mi parte, cierro los ojos y suspiro.

Pensamientos fragmentadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora