Rey

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Las gotas de agua caían con rapidez

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Las gotas de agua caían con rapidez. La ventana pequeña estaba empañada, gracias al glaciar frío que hacía fuera de la acogedora casa.

La niña, con sus cabellos rojos como el fuego recogidos en un fuerte moño; tan tirante que, cuando parpadeaba o hacia un brusco movimiento empezaba a sentir pinchazos en la cabeza, causando un extremo dolor, observaba a la gente pasar.

Hoy era un día muy especial: Navidad. Y, aunque debería estar celebrándolo, comiendo un gran trozo caliente y bien cocinado de carne, no era así.

Las Navidades eran tristes y lúgubres para la familia Monstang.
Siempre había una sombra; un susurro constate y apabullante que les recordaba la tragedia vivida hace años.

Para Erica esto resultaba normal, un acontecimiento banal. Sin embargo, sus primos más pequeños no pensaban lo mismo.

Ellos recordaban con claridad las navidades antes del incidente; cómo toda la familia se reunía al rededor de la chimenea de madera que había en la casa de los abuelos, cómo todos reían juntos y cantaban villancicos de Navidad, como cuando el sol empezaba a desaparecer, se sentaban en la mesa y comían, hablando entre todos.

Erica sonrió, observando pasar a varias personas. Todas ellas parecían felices y estaban riendo. Llevaban trajes rojos, largos y voluminosos y la niña pensó que se parecían a los cantantes de ópera que su abuelo veía cada Navidad.

—A comer —Su abuela, una mujer afable con canas en el pelo y dientes amarillentos a consecuencia del tabaco, sonrió cuando todos los niños la miraron. Todos sus nietos eran encantadores y algo pillines.

Ella podía recordar con claridad como, una mañana antes del incidente, —como habían decidido denominarlo—, su nieto más pequeño, Atkan, había empezado a jugar a una lucha de nieve con su tío, el padre de Erica. Al principio todo iba bien, hasta que una bola de nieve lanzada con fuerza rompió la ventana. Cuando eso pasó, la abuela estaba muy enfadada, castigó a su nieto y le echó un buen rapapolvo a su hijo.

Ahora cada vez que lo recordaba una pequeña sonrisa cariñosa surcaba su rostro. Echaba demasiado de menos esos pequeños momentos, a los cuales antes no prestaba atención, pero ahora se adhería a ellos como una tabla de salvación. Sin embargo, aunque ella les quería mucho, su cría predilecta era la preciosa niña pecosa.

Erica, a pesar de haber tenido una infancia horrible aunque ella no recordaba nada, era como un punto de luz brillante en su oscura vida. Era la única persona de su familia que no se rendía con facilidad y que siempre luchaba cuando alguien le decía algo que no le gustaba. Era divertida y extravagante; algo nuevo en su aburrida vida y siempre rezaba a los dioses por haberla salvado.

La niña corrió hasta la mesa, chillando y riendo, encantada de saber que iba a comer un suculento manjar, después de todo, su abuela era la mejor cocinera.

Cuando todos estuvieron sentados empezaron a comer en silencio. Lo único que se oía eran los cuchillos chocar contra la vajilla especial de la abuela, la cual solo desembalaba de las feas cajas del sucio desván en especiales ocasiones.  Erica, por su parte, solo podía pensar en lo triste que era el ambiente y  en el porqué había una silla al frente de todo el mundo vacía.

Cada año, ella se planteaba las mismas cuestiones:
¿Por qué su abuela lloraba en silencio cuando creía que nadie la veía?
¿Por qué su yayo pasaba más tiempo dentro de su despacho creando artilugios raros en vez de con su familia?
¿Por qué su tío, al cual de pequeña adoraba, ya no sonreía y jugaba con ella?

Aunque era ingenua tenía una teoría. Una vez, antes de irse a la cama, había oído una conversación entre su abuela y su yayo. Ellos estaban debajo de la desgastada escalera de madera de su  casa y hablaban en susurros. Parecían cansados y algo estresados, aunque ella no entendía muy bien el significado de esa palabra; sabía que su tía la decía mucho y le encantaba imitarla, así que siempre que podía la decía.

Ella sabía que no se podía quedar escuchando, su abuelo le decía constantemente que era de muy mala educación, sin embargo en cuento oyó que nombraban a su padre se quedó quieta.

—Deberiamos decirle la verdad —estaba diciendo su abuela. No paraba de caminar de un lado para otro, y por lo que sabía gracias a lo mucho que le gustaba observar a la gente, ella hacía eso  cuando estaba de los nervios.

—Cariño —Su yayo colocó sus huesudas manos encima de los hombros de su mujer, los cuales temblaban como consecuencia a los sollozos que contenía—, sé que deseas decirle la verdad, pero ella es joven, no está preparada.

Desde ese día, y después de pensarlo mucho tiempo, Erica decidió que su familia escondía un gran secreto:

¡Ella era una princesa!

Seguro que era eso, no podía ser otra cosa. Al fin y al cabo, en todas las películas que había visto, cuando un padre faltaba y alguien hablaba en susurros significaba que escondían algo, y solo podía ser eso. Erica se sentía muy orgullosa de su hallazgo.

Por ello, cuando miraba a la silla, colocada al principio de la mesa pensaba en su padre y en lo entretenido que debía estar manejando un reino, sentado en un gran trono. Tenía la esperanza de que en algún momento él vendría a por ella y le llevaría a su hermoso reino para ser felices, y esa idea le hacía muy feliz.


Hola.
Este fue uno de mis primeros relatos y, después de hacer algunos cambios, estoy muy contenta con el resultado. ¿Vosotros que pensáis?
¿Qué es lo que más os ha gustado?

Gracias por leer.
    

                                                     Ana

Pensamientos fragmentadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora