Árbol

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Recuerdo con claridad como, cada vez que jugaba con mis amigos, íbamos al parque de al lado de mi casa

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Recuerdo con claridad como, cada vez que jugaba con mis amigos, íbamos al parque de al lado de mi casa.

Este era grande; tenía un montón de césped y muchos juegos a su alrededor. Algunos me gustaban más que otros; mi preferido era el columpio de madera, el más antiguo de todos y a la vez el más famoso, siempre estaba lleno de niños.

Como suele pasar, con el tiempo me empezaron a cansar los columpios, me parecían de pequeños y tenía la costumbre de jugar al fútbol. Solía jugar con mi mejor amigo o mi mejo, como yo le llamaba. Nos podíamos pasar horas chutando el balón sin parar y, a pesar de acabar agotada, siempre quería volver a quedar con él para jugar. Con el tiempo, de nuevo, volví a aburrirme del fútbol y cuando él se mudó a otra ciudad no volví a jugar más.

A los diez años lo único que me gustaba de ese sitio era un árbol. Un árbol grande, con un gran tronco y pequeñas ramas a su alrededor. Era hermoso o por lo menos eso me parecía, sobre todo en primavera, cuando todas sus hojas nacían rojas y verdes. Ese árbol significaba paz y tranquilidad para mí, y en ese entonces, a pesar de no saber entender bien esos dos términos, sabía que eran agradables.

Sé, por mis recuerdos —a pesar de que estén algo borrosos—, y por lo que mi adorable madre me cuenta, que ese era mi lugar preferido en el mundo.

No recuerdo con claridad con quién pasaba mis tardes en el árbol; cuando intento rememorar esos preciados recuerdos solo consigo ver risas y de vez en cuando un llanto, pero ninguna cara. Sin embargo, de lo que sí que me acuerdo muy bien es de lo divertido que me parecía estar ahí.

Mis amigos y yo solíamos subir hasta su copa y ahí pasábamos la tarde. A veces simplemente nos quedábamos quietos hablando de tonterías, otros días eran más divertidos y para mí resultaban las mejores; solíamos jugar al pilla-pilla y aunque sabíamos que era arriesgado, puesto que si nos caíamos podíamos llegar a rompernos un hueso, no nos importaba. Era estimulante pensar en la posibilidad de caer, te hacía querer seguir subiendo cada vez más rapido e intentar luchar contra las leyes de la física.

Ahora, cuando lo miro con perspectiva, me doy cuenta de lo tonta e ingenua que era. Aunque me gusta la adrenalina sé que solo subía a ese árbol porque a mí madre no le agradaba. Era una forma de retarla,  de ponerla nerviosa, de llamar su atención.

Cuando empezó mi adolescencia tuve muchos problemas. Empecé a juntarme con mucha gente que no era trigo limpio, en ese momento con  trece años me parecía la manera más lógica de conseguir la atención de mi madre, pero nunca funcionaba como quería. Discutíamos, se enfadaba conmigo, me gritaba sin parar y yo también me enfadaba, le decía que la odiaba y salía dando un portazo. Al final, aunque me avergüenza por completo mi actitud, hasta que no me emborraché y acabé en el hospital, no me di cuenta que había tocado fondo por completo.

Después de ese momento empecé a cuidarme, pedí ayuda y desde entonces mi vida fue a mejor. Con los años mi madre me perdonó y empezamos a llevarnos mejor, ella me apoyó por completo cuando decidí dedicarme a los deportes de riesgo. Me encantaba la adrenalina y no podía concebir una vida donde no sintiera todo el rato ese subidón.

Hoy en día soy una de las mejores deportistas: he ganado tres medallas de oro en los Juegos Olímpicos 2014 y firmado un contrato multimillonario con una gran marca de deporte, sin embargo no me siento feliz.

La fama pasa factura, crees que lo tienes todo controlado, pero una mala palabra, una mala crítica, un fan loco puede desbordarte. Todo el mundo quiere que dé lo mejor de mí, que esté completamente dispuesta a cualquier cosa, pero me siento desbordada. Solo quiero descansar, ser yo misma, volver a esa época donde estaba en el parque jugando sin parar.

Todavía sigo viviendo en la calle cerca al parque, todos los días paso por ahí y me siento compungida y triste. Ese lugar casi ha desaparecido por completo, salvo por algún soporte de metal oxidado colocado aleatoriamente por la superficie terrestre, sin embargo el árbol todavía se mantiene en pie: imponente, altivo, orgulloso. Con vida, no como yo.

Cuando paso a su lado y observo como los jóvenes de hoy en día no miran a su alrededor, no miran lo que hay en la tierra, solo hacen caso a sus teléfonos me siento aún más desdichada. No tienen ni idea de lo que ese están perdiendo. Yo daría lo que fuera por estar un segundo en el árbol, subida a una rama y balanceando los pies, mientras observo a la gente pasar a mi lado.

Me encantaría que las personas se tomaran un tiempo en observar lo que tienen enfrente de sus ojos. Muchas veces no saben lo que se pierden: los olores y los paisajes que tienen a su lado. Solo saben hacer caso a sus aparatos electrónicos, ya no juegan, no salen para caminar... No viven.

Es mi mejor relato hasta la fecha, o yo lo siento así.

Estaré desaparecida durante varios días gracias a las fechas festivas, pero antes de que fuera año nuevo quería compartir una de mis más querida historia con vosotros.

Si no hablo con vosotros quiero que se país que os deseo un feliz año.

Besos.

Pensamientos fragmentadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora