Amor mio.

35 6 18
                                    


Todas las mañanas, antes de abrir los ojos y observar al mundo, antes de enfrentarme a mi odiosa vida, hay un segundo. Un segundo muy preciado para mí donde no siento nada: ni el dolor ni la ira que con constancia perturban mi existencia.

Lo único que logro sentir es la esperanza.

La esperanza de que, después de una turbulenta noche, habrá un mañana mejor. Y en ese pequeño segundo me aferro a ese sentimiento efímero y pienso en lo feliz que he sido durante los largos años que llevo en el planeta Tierra y medito en lo que pasa en mi vida, en cómo puedo llegar a ser feliz, si altero un poco mi mundo.

Mi psicóloga dice que sufro un trastorno depresivo después de un traumático acontecimiento que sufrí cuando todavía era alguien joven e ingenua. Por eso, años más tarde, todavía me cuesta levantarme cada mañana, tener que peinarme, maquillarme y sobre todo, tener que sonreír a las personas que me cruzo por la calle, o a las que atiendo en mi cochambroso restaurante en la Gran Vía. Debo parecer feliz o, por lo menos "normal" (si es que en este mundo hay algo normal), como si nada sucediera cuando por dentro me estoy muriendo; cuando mi corazón marchito golpea cada vez menos mi pecho; cuando mis entrañas se rompen cada vez más; cuando tengo los ojos hinchados y secos de tanto llorar; cuando he perdido el norte en mi vida y solo quiero desvanecerme en la extensa y pesada nube de la inconsciencia.

Lo único que me gustaría es cerrar los ojos y nunca más volver a abrirlos, aunque sé que es imposible.

Mi madre, la única persona de este mundo que me quiere y me apoya, que está ahí para mí en todo momento y que se preocupa por lo que me pasa, necesita de mis cuidados. A sus ochenta años es una mujer encantadora, dicharachera y amable. Todos los días queda con sus extravagantes amigas y cotillean, cómo las marujas que son. Y eso suele hacerme rememorar los días más felices, cómo en el pasado iba con ella a los clubs de lectura los miércoles, y cómo hablaba con mi tía Margarita sobre lo que le acababa de pasar a una vecina, o al regente del local de enfrente de mi casa.

Los recuerdos felices que tengo son mis bienes más preciados y, a su vez, los peores. Son preciados para mí, porque me recuerdan a mi vida anterior, donde mi mayor preocupación era poder ayudar a mi hermano pequeño, Jeral, con sus estudios o sacar a pasear a mi pequeño perro. Y son dolorosos y horribles, cuando rememoro esos momentos donde sentía pánico al pensar que no te podrían gustar mis dibujos, los cuales me costaban horas terminar y siempre te regalaba por tu cumpleaños; cuando observo tu sonrisa en los espejos o tu risa en todos los vídeos que hicimos durante todos nuestros viajes. Sobre todo, siento estacas en mi corazón y desazón en el pecho, cuando miro nuestras fotos por toda la pared.

En ellas, tu y yo estamos colocados de diferentes formas. Siempre tenías una cámara en mano, así que toda nuestra vida está documentada en diferentes fotografías. Solías decirme que era un ser celestial y hermoso merecedor de ser recordado durante años y que la única forma de que eso fuera posible era gracias a las fotografías.

"Adulador" te respondía yo, mientras sonreía con coquetería y me colocaba en la posición incómoda que me pedías. Nunca he sido, ni seré, alguien fan de salir en las fotos. No me considero nadie hermoso, ni digno de fotografiar y ahora mucho menos. Por ello, cuando me levanto cada día y lo primero que observo es nuestra foto, la que tomamos el día de San Valentín, siento dolor y angustia. Porque esa maldita foto me recuerda al regalo, el cual realicé con tanto amor y ahora me trae tantos problemas. ¿Te acuerdas de cuál digo? ¿te acuerdas de él, amor mío? ¿Te acuerdas de mi presente de año nuevo? Ese que te gustó tanto y el cuál disfrutamos durante horas, ese que ahora está en una pequeña estantería de mi pequeño piso y el cual me trae tan malos recuerdas, ¿te acuerdas de cuál te digo, amor mío?

Pensamientos fragmentadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora