Se encontraba en un piso veinte y tenía balcón terraza, tres ambientes y un lavadero. La cocina comedor estaba en el lado este del semipiso y tenía ventanas a la calle. En la mesada había un muestrario de botellas sin abrir, organizadas por marca, contenido y tamaño, al igual que los paquetes de snacks que se veían en la mesa del desayuno. La heladera tenía dos puertas y contenía bandejas de sushi, trozos de fiambres y quesos, gran cantidad de frutas en el cajón y, en el estante central, una enorme torta cubierta de crema, con las cuarenta velas ya colocadas.
De más está decir que la entrada les estaba vedada a los invitados, salvo a uno o dos amigos de confianza a quienes Próspero había aceptado como ayudantes ocasionales.
Un pequeño pasillo comunicaba a la cocina con el amplísimo living. Los muebles estaban hechos de madera de nogal; su elegancia destacaba en la blancura de las paredes. A la izquierda, había una biblioteca enorme, llena de libros de electrónica, robótica, informática y thrillers médicos. Al lado, cerca de la entrada al balcón, había un sillón de cuero de tres cuerpos. En un rincón, una mesa ratona servía como cementerio improvisado de vasos vacíos, servilletas olvidadas y escarbadientes usados.
En frente del sillón, estaba el mueble con el televisor, una pantalla LED de treinta y dos pulgadas que, en ese momento, permanecía apagada. Debajo, un discreto equipo de música sonaba a todo volumen con clásicos de los ochenta y los noventa. Al lado, entre el mueble y la entrada al balcón, un arbolito de Navidad mediano brillaba, solitario, con sus esferas azules y sus guirnaldas plateadas. Del otro lado estaba la mesa, llena de comida, contra la pared, mientras que las sillas iban y venían a conveniencia.
En el lado este del departamento, frente al balcón, había una barra donde el anfitrión preparaba tragos y cócteles a pedido y aprovechaba para alardear de todos los cursos que había estado haciendo en los últimos meses: de bar tender, de golf, de japonés, de yoga... Esa parte del living era el corazón de la fiesta, ya que todos querían probar las bebidas.
Un pasillo comunicaba con la entrada al departamento, al otro lado de la barra. Un poco más allá se llegaba al baño. En el fondo, el estudio de Próspero y el dormitorio permanecían cerrados con llave.
En ese espléndido departamento, a pesar de su tamaño, las luces del techo estaban apagadas. Iluminaban el lugar algunos discretos veladores de pie, lo que daba una atmósfera más íntima a la reunión. Pero no era la única luz allí. Próspero había tenido la idea genial de decorar las paredes con una profusión de tiras de luces LED azules, púrpura, verdes, naranjas, blancas, violeta y rojas, que se encendían y apagaban alternadamente y que producían, en esa forma, multitud de resplandores vivaces y fantásticos.
El espacio central estaba libre para bailar. Allí se concentraba la multitud, contorsionándose, dando vueltas bajo las luces, creando sombras inverosímiles en las paredes.
Pero las estrellas de la fiesta eran, por sobre todas las cosas, los dos barriles de sandía que Próspero había medio ahuecado con sus propias manos (y una cucharita de papas noisette que jamás había usado antes, cortesía de su madre) y a las que les había colocado una canilla cerca de la base para que cualquiera pudiera servirse un buen vaso de pulpa licuada con vodka y hielo. Tan populares se volvieron, que hubo que rellenarlas varias veces con combinaciones de diversas frutas. Siempre había un grupo de gente congregado alrededor de ellas: uno, cerca de la barra del living; la otra, en la mesa de bebidas de afuera.
La salida al balcón se encontraba en el lado oeste. Grandes paneles de vidrio, cubiertos por cortinas translúcidas, separaban el interior del exterior. Una puerta corrediza permitía el paso de un lado a otro. A pesar del calor, algunos invitados preferían salir, ya fuera para fumar, para conversar con tranquilidad, o para beber sentados en un puf mientras admiraban la vista de la ciudad lejos del estruendo de la música.
Allí se quedó Próspero después de los fuegos artificiales y la torta y el brindis, para fumarse el primer cigarrillo de la noche. El humo ascendía, perezoso, en el aire tibio, cuando una muchacha se acercó con un vaso a medio beber en la mano y le preguntó si le daba fuego. Próspero le acercó el encendedor y, mientras ella encendía su cigarrillo, la miró de arriba abajo.
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El ataque de las sandías asesinas
VampireCome la sandía o muere. ✓2do lugar en el concurso "Sangrienta Navidad" (2016), organizado por @WattVampiros :D ✓3er lugar en el concurso Ilusion Awards 2017 :D ✓Ganadora en los Wattys 2017 :DDD ✓Destacada por TerrorEs enero 2018 :D Imagen de la port...