III

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Hablaban por primera vez desde el comienzo de la fiesta. Próspero conocía bien a la chica, a pesar de que no recordaba su nombre: Paula (o Laura). Se trataba de una pasante de ingeniería robótica, de unos veinticinco años, que le había llamado la atención, no solo por el largo de sus piernas, sino también por la osadía de las soluciones que proponía en el trabajo.

Conversaron un rato. Los colores de las luces iluminaban sus rostros con efectos insólitos y alucinantes. Próspero no prestaba mucha atención a lo que decía Laura (o Paula), hipnotizado por el vaivén de sus manos al gesticular. Cada tanto respondía con un monosílabo o una mueca que intentaba parecerse a una sonrisa.

Cuando ella le preguntó si le preparaba un trago, el hombre tuvo la certeza instantánea de que Paula (o Laura) lo había ido a buscar por el mismo motivo por el cual él la había invitado. ¿Era posible tener tanta suerte? Antes de que pudiera responderse, Laura (o Paula) lo tomó de la mano y, con una sonrisa cómplice, lo condujo, por entre la gente, hasta el living. De allí, lo llevó al pasillo que daba a la parte interna del departamento. Una vez que quedaron fuera de la vista de los invitados, lo atrajo hacia ella y lo besó con urgencia, rodeándole el cuello con los brazos.

Lo siguiente que Próspero recuerda es despertar de una pesadilla: un lejano griterío de espanto y el estrépito de los cuerpos al chocar contra los muebles lo hizo casi saltar de la cama. Se pasó una mano por la cara para despabilarse; tenía sed y estaba mareado. Miró el radio reloj: eran las cinco de la mañana. Paula (o Laura) dormía acurrucada al lado de él, ajena a todo. A lo lejos, la música seguía sonando, imparable. El hombre volvió a pasarse la mano por la cara, puesto que el sueño no había terminado de disiparse. Todavía podía oír los gritos de los invitados, ahogados por I'm walking on sunshine. Un destello iluminó la densa gelatina de su cerebro: los ruidos eran reales.

Se levantó de la cama y, tras ponerse unas bermudas que encontró tiradas en el piso, tomó un palo de golf de la bolsa que guardaba debajo de la cama. Abrió la puerta. El tumulto llegó hasta él solo para confirmar sus sospechas. Algo pasaba.

Avanzó unos pasos, descalzo sobre la alfombra, con el palo en la mano. Los gritos disminuyeron hasta callar por completo. La puerta de entrada estaba abierta, pero no se veía a nadie en el palier. Próspero arrimó la puerta y descubrió, con asco y sorpresa, que el picaporte estaba manchado de sangre. Levantó la vista, y vio que las paredes, también.

Sonaba Persiana americana. Por debajo de la voz y los instrumentos, un sonido desagradable ocupó el lugar de las voces: un golpeteo pegajoso, repetitivo, seguido de un sonido como de succión, acompañado de unos quejidos largos y bajos que desaparecieron de a poco. Próspero tragó saliva y se asomó, pero nada lo preparó para la escena que le revelaron las luces de colores.

El ataque de las sandías asesinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora