El ataque de las sandías asesinas

IV

El living era un caos. Había una profusión de botellas, comida y vajilla, desparramada por el piso y los muebles. La mesa y las sillas estaban tiradas en cualquier lado. El televisor yacía en el medio de lo que había sido la pista de baile, mientras que, en el rincón del arbolito, se veía una confusión de adornos rotos y guirnaldas enredadas por todas partes. Algunos libros se habían caído de los estantes de la biblioteca, pero la mayoría se había salvado, al igual que el equipo de sonido.

Pero lo que revolvió el estómago de Próspero fue el revoltijo de sangre y vísceras que se mezclaba con aquella confusión de objetos rotos. Las blancas paredes mostraban, ahora, una macabra decoración de coágulos sanguinolentos y huellas rojas de manos. Por doquier, las botellas caídas yacían en la inmundicia de líquidos y restos de torta.

Lo inconcebible se reveló en ese panorama desolador, ante los ojos atónitos de Próspero. Allí, en el centro de lo que había sido la pista de baile, un cuerpo se estremecía, agónico, sobre un charco de jugo de frutas. Junto a él, una enorme sandía, la que él había ahuecado y convertido en barril con sus propias manos, según un tutorial de Internet, tenía la canilla clavada en el cuello del invitado y parecía succionar de él. Por las salpicaduras que salían de la parte superior de la sandía al moverse, era sangre.

Horrorizado, Próspero retrocedió un paso. ¿Estaba soñando? Pero el hedor de la carne recién muerta, el olor penetrante del alcohol y el perfume dulzón de la fruta se combinaban en una mezcla repugnante, demasiado real.

Una mano en el hombro lo hizo sobresaltarse.