Mala educación

641 90 50
                                    

La cena se había ido convirtiendo en una reunión agradable a base de anécdotas del pasado y chistes que, para reaccionar a ellos, uno debía reírse para no llorar. En un momento dado de la velada, Gina, siendo la más resuelta y alegre de los Crispino —aparentemente superaba a su prima Sala por su impoluta sonrisa de duendecillo— y Emil, al cual todos los adjetivos le quedaban cortos, se habían enzarzado en una batalla cuya única regla era contar el peor chiste posible.

Desde Jaimito hasta Toc Toc, los tópicos fueron explotados hasta la saciedad, llevándose consigo alguna que otra carcajada. Mientras Francesco se había declarado amante de ese tipo de diversiones y a cada chiste se desternillaba con una carcajada aún más estruendosa que la anterior, el marido de Gina se mantuvo firme y serio desde el principio hasta el final.

Todos los ahí presenten ignoraban que los platos de comida se iban acercando paulatinamente a una esquina de la mesa, cerrándose en torno a un pelirrojo glotón que devoraba sin cesar cada manjar que sus ojos avistaban.

Sólo Sala y su sexto sentido para darse cuenta de todo lo que pasaba a su alrededor, siempre con conclusiones más bien pícaras, se había percatado de ese pequeño detalle.

«Porque Emil es más sobrio al comer, que si no a mi hermano se le abrirían las puertas al cielo...», pensó mientras miraba a su hermano de soslayo.

Mickey seguía sin dejar ir aquella faceta desconfiada que llevaba dentro y eso a Sala le preocupaba, también a Emil, pero muchísimo más a su hermana, que había visto gestarse en su interior a ese ser receloso hacia todo aquel que intentase acercarse a él o a su espacio personal.

Suponía que el punto de partida había sido el mismo en el que su madre se largó como el viento de la primavera, dejando tras de sí una alergia crónica a más de uno. Entre ellos estaba el pequeño Mickey, cuyo mundo estaba construido en base a su hermana y la única conclusión que sacó del divorcio de sus padres era que necesitaba cuidar de ella. Protegerla, guiar sus pasos en la ausencia de una figura materna para prevenir un futuro similar al de sus padres. Bajo todo esto subyacía el miedo a la soledad, el pavor de ser abandonado por la otra mujer que más amaba en el mundo.

Así se convirtió en su hermano, en su entrenador, en su mejor amigo, en su madre, en su fiel guardián y, en consecuencia de todo esto, en su opresor.

Mickey amaba a su hermana, la amaba hasta rozar la locura, pero no sabía cómo administrar ese inconmensurable amor. Los lazos entre ellos se estrecharon hasta convertirse en cadenas de las cuales Sala se había liberado de vez en cuando, con palabras francas aunque más bien hirientes, pero siempre acababa volviendo a su celda ella misma. Porque, cuando ella se iba, su hermano se veía solo y sin un rumbo que seguir.

La última vez que tuvieron una pelea de esas dimensiones Mickey desapareció durante días. Fue durante el banquete del Gran Prix de Barcelona. Ella sólo quería bailar, pasárselo bien y, por qué no, dejar que el ardor del alcohol derritiese cualquier mal que su cuerpo cansado hubiese acumulado del torneo. Como era de esperarse, Mickey evitó todo eso y a la mitad de la gala, más o menos, Sala se cansó de los sermones y explotó.

Explotó como nunca antes lo había hecho, arrastrando tras de sí todo el estrés y el agotamiento acumulado ese último mes y descargándolo contra esa pequeña última gota que colmó el vaso. ¿Fue justo? En absoluto. ¿Merecido? Tal vez.

Mickey ni siquiera respondió. No se abrazó a ella como solía hacer en esos casos, tampoco le rogó que no le abandonara, simplemente se dio la vuelta y desapareció de la fiesta. Quien pudo verlo supo que estaba lo suficientemente dolido para no llorar, no en ese momento, pero por alguna razón nadie se atrevió a seguirlo.

Navidad con los Crispino - Emil x MickeyWhere stories live. Discover now